El caso de Isabel Amor ha despertado un justificado interés público. Carlos Peña, en su columna de ayer, hace un aporte valioso y acertado al postular que los funcionarios públicos deben poner los deberes legales y el funcionamiento de las instituciones por sobre los afectos propios de sus relaciones privadas. Agrega Peña, y en eso también debemos concordar, que quien ocupa un cargo público, está obligado a subordinar la espontaneidad afectiva y los deberes filiales al cumplimiento de los deberes que imponen las reglas.
Lo que ni la ministra Orellana ni Carlos Peña han logrado explicar hasta aquí es cuál es el acto de Isabel Amor que habría infringido sus deberes funcionarios, en cuál de sus conductas habría puesto los sentimientos filiales por sobre su lealtad institucional. Si lo hubiera hecho, es razonable su desvinculación por pérdida de confianza, pero esa conducta de deslealtad institucional no ha existido o no ha sido develada.
Hasta donde sabemos, Isabel Amor no salió espontáneamente a hablar de su padre. Lo hizo respondiendo una pregunta y en ella contestó que su padre no era un torturador, que eran otros quienes habían torturado. Esta afirmación no se contradice con la sentencia que condenó al padre de Amor.
Esa sentencia es la única verdad a la que todos debemos estar en un Estado de Derecho. Esas palabras de Isabel Amor son leales con la sentencia judicial y, por ende, con sus deberes funcionarios. Estar a las sentencias y no a nuestras emociones, como la verdad común, también forma parte de nuestros deberes, funcionarios en el caso de la ministra, y republicanos, en el caso de quienes opinamos en el debate público. (El Mercurio Cartas)
Jorge Correa Sutil