El pasado pesa. Y pesa en las dos acepciones del vocablo: densidad y dolor.
Así se ha percibido el peso del pasado en los últimos días en nuestro país, justamente en su densidad y en su dolor. Han sido tres las situaciones que han expresado el peso y el pesar del pasado: la destitución de Isabel Amor, la comparación de Pinochet con Maduro y la descalificación de Juan de Dios Vial Larraín, por haber sido rector de la Universidad de Chile durante el gobierno militar.
En la decisión ministerial tomada respecto de Amor y en las opiniones de los dos rectores que hicieron aquella comparación y esa descalificación, hay dos mínimos comunes dignos de considerar.
En primer lugar, la importancia que fuera del mundo de la derecha tiene el pasado vinculado a la gran confrontación nacional entre 1964 y 1973. Si en la mayoría de los partidarios de la intervención militar de septiembre de 1973 se aprecia una cierta resignación sobre el modo en que otros explican esos años, en quienes consideran el 11 de septiembre como una brutal interrupción, no hay descanso para machacar conceptos: golpe de Estado, dictadura y violación de derechos humanos, son los términos recurrentes con que pretenden describir la totalidad de lo sucedido. No hay matices.
Por eso, mientras la densidad del pasado se ha ido empobreciendo en un sector, en el otro el peso parece mantenerse y aumentar.
¿Qué puede explicar esa diferencia?
Los detractores del gobierno militar le dan una gran importancia al pasado, porque la magnitud del fracaso y la trascendencia de la derrota han sido siempre “inexplicables” para su creencia en la inexorable ley de las revoluciones victoriosas. Algo muy increíblemente extraño sucedió en Chile, piensan, contra el proyecto de control total del marxismo. Ese algo debe ser demonizado, porque es la única manera de encontrar algún consuelo. Porque, creen, solo un mal absoluto pudo frustrar la convicción unipopulista de que estaban desplegando su contrario, el bien absoluto. Por supuesto, para un rector, Pinochet condujo el mal absoluto; para el otro, Vial Larraín colaboró con ese mal absoluto, y para el ministerio, Amor, por su filiación, podría no estar suficientemente purificada del mal absoluto.
En la otra vereda, muchos de quienes han percibido por décadas todos los bienes que Chile salvó y potenció desde septiembre de 1973 prefieren solo mirar hacia el futuro. Ya no más peleas sobre el pasado, parecen exigir a los pocos que aún se disponen a reconocer la enorme densidad, el peso gravitante del bien atesorado en esos años de reconstrucción de Chile.
La diferencia de ánimo se expresa, obviamente, en una distinción de comportamientos. Los detractores del gobierno militar no trepidan en hacer burdas comparaciones o en justificar cancelaciones o en pedir renuncias por parentesco. Están muy activos. Por el contrario, a los defensores del gobierno militar no se les reconoce el derecho a reivindicar el pasado, y cuando se atreven a hacerlo, se estima que agreden, que incitan al odio. Y así, entonces, se logra que su ánimo decaiga otro poco más.
Y en segundo lugar está el otro peso, el del pesar, el del dolor.
Solo los detractores del gobierno militar se consideran autorizados a esgrimir su pesar. Quienes sufrieron lo indecible bajo Allende, no están autorizados a manifestar dolor, por supuesto que no. A los partidarios del gobierno militar solo se les exige reconocer los daños, mientras que sus detractores se consideran liberados de toda culpa: lo de ellos solo fueron errores, respecto de los que no cabe más pesar que la comprobación del fracaso. Nunca, nunca —como sí lo hizo honradamente Guastavino— un mea culpa, un pesar por el enorme daño causado. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas