Esta semana se cumplieron dos años desde el masivo triunfo del “Rechazo” en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022. La fecha es significativa por una serie de motivos. Por de pronto, se trató del día en que la izquierda chocó abruptamente con la realidad tras la enajenación ideológica en la que ingresó voluntariamente el 18 de octubre de 2019. En efecto, buena parte de dicho sector vio en ese suceso un momento revolucionario, que constituía el inicio de una nueva era en la historia de Chile (y, por qué no decirlo, en la historia de la humanidad). De allí que la narrativa del primer proceso constituyente se haya elaborado desde la consigna de los 30 pesos y los 30 años: el pasado era aborrecido, y el mañana abría todos los mundos posibles.
Estas palabras pueden sonar exageradas para los oídos de hoy, movidos por otras preocupaciones, pero la retórica hegemónica se situaba en esas coordenadas. Es importante no olvidar este hecho, pues —a pesar de la contundencia del resultado— el proceso fallido dejó abierta más de una pregunta. Es cierto que el Gobierno entró, esa misma noche, en un estado de desorientación del que nunca ha podido salir del todo. Dado que la aplicación de su programa había sido condicionada al resultado del plebiscito, los comicios fueron devastadores para el Presidente. De ahí en más, el oficialismo ha navegado con mayor o menor éxito, pero sin hoja de ruta ni objetivos definidos. Para decirlo en simple, ese día el Gobierno perdió toda consistencia e identidad. Pasan los días, pasan las semanas y pasan los meses, pero nadie sabe muy bien para qué.
Con todo, la pregunta central no tiene tanto que ver con esta administración, sino con la situación general de la izquierda. ¿En qué medida el fallido proyecto constitucional sigue de algún modo vigente? ¿Se trató de una simple derrota estratégica, que podría ser revertida si las circunstancias vuelven a ser favorables? ¿O bien fue un fracaso tan rotundo que exige una revisión profunda de lo obrado? Cabe recordar que el texto, más allá de las estridencias del proceso, implicaba un grave debilitamiento de las instituciones democráticas, en la medida en que desconfiaba de todo contrapeso y de toda limitación al poder. Todos sabemos que al final de ese camino no hay nada bueno: la concentración del poder es la antesala del fin de la democracia. Dicho de otro modo, el proyecto contenía una profunda pulsión autoritaria, que condujo al expresidente Frei a aseverar que Chile podía encaminarse a una “dictadura populista”. Por lo demás, algunos exconvencionales relevantes han vuelto a afirmar que la propuesta no tenía nada malo, y han insistido en una autocrítica tan cosmética como externa (la culpa fue del entorno, el problema fue de ritmo, el poder económico no permite las transformaciones, y así). La interrogante es, entonces, ¿en qué medida ese proyecto representa fielmente, o no, a la izquierda criolla?
Desde luego, la pregunta obliga a hacer distinciones. Hay sectores de la izquierda que se sintieron muy cómodos con la propuesta, pero también hubo otros que manifestaron en variadas ocasiones discrepancias sustantivas. Eso es innegable. Sin embargo, al fin y al cabo, todo el oficialismo —y una parte de la DC— votó “Apruebo”. En consecuencia, las dudas no quedan totalmente despejadas. No se trata de negar las diferencias, sino de indagar los motivos en virtud de los cuales los sectores herederos de la Concertación estuvieron dispuestos a someterse —hasta ese punto— a una retórica que no tenía nada que ver con ellos. Después de todo, este gobierno sin identidad ni proyecto tiene fecha de término, pero ¿qué programa enarbolarán las izquierdas en la próxima campaña presidencial? ¿Qué tipo de oposición ejercerá el actual oficialismo si triunfa la oposición en la presidencial del 2025? ¿Es la Constitución rechazada un horizonte por alcanzar o un mal recuerdo por olvidar?
Cada una de esas preguntas es decisiva para el futuro y, por lo mismo, es fundamental formularlas del modo más preciso posible. La duda central es si acaso la izquierda más moderada ha elaborado una reflexión crítica sobre el modo en que se sumó —con una buena dosis de frivolidad— a un proyecto que implicaba negar su propia biografía, e hipotecar su futuro. En el fondo, quiero decir lo siguiente: es absurdo pedir una autocrítica de los más radicales por una propuesta radical, y es absurdo esperar que aquellos que desconfían de la democracia occidental (por ser un instrumento de dominación) renieguen de un proyecto que la ponía en serio riesgo. Lo realmente crucial es saber si los moderados consideran que cometieron un error al apoyarlo y hacer campaña por él; y, si la respuesta es positiva, cuáles fueron los motivos.
No ignoro que todo esto se dio en el marco de una lucha por la hegemonía del sector, pero en esa lucha la vieja Concertación no solo fue derrotada (y humillada), sino que ella misma contribuyó alegremente a esa derrota (y a esa humillación). Allí reside el enigma, que constituye también una duda inquietante de cara al futuro: nada asegura que la izquierda no vuelva a intentar imponer un proyecto de esa naturaleza. De algún modo, el 4 de septiembre solo postergó una definición que, hasta ahora, todos han preferido eludir. Dos años después, la pregunta por la auténtica identidad de la izquierda sigue más vigente que nunca. (El Mercurio)
Daniel Mansuy