Coinciden varios ingredientes para una sopa que, francamente, huele mal. Primero, el estudio del PNUD publicado hace algunas semanas: “Por qué nos cuesta cambiar” (en Chile), utilizado por algunos más para reafirmar convicciones que para mostrar evidencia. Luego, el aniversario del plebiscito del 4-S, con la escasa autocrítica de la opción derrotada, salvo responsabilizar a los medios y a los “poderes económicos”. Y, en el horizonte cercano, la conmemoración del estallido del 2019.
Digamos que Chile está enojado desde hace rato, porque ha experimentado un deterioro progresivo en los últimos años. Primero fue el estancamiento de la economía y, con ello, la caída en la creación de empleos y el crecimiento de los salarios. Juzgue usted, a partir de la profusión de datos que se publican, cuánto de eso es consecuencia de la reforma tributaria del 2014, para “poner fin a los privilegios de los poderosos de siempre”; y cuánto de factores externos.
Luego vino la polarización política, a la que contribuyó sobre todo el cambio de sistema electoral para elegir el Congreso. El #chaobinominal, pasando de ocho a 24 partidos políticos con representación parlamentaria, no fue gratis. Tampoco el ánimo populista y la confusión de escaño con activismo.
A partir del 2019 se sumó un nivel inédito de inseguridad. Sean cuales sean las razones del estallido, que tuvo sin duda un origen de malestar social, convengamos que fue el escenario ideal para que el crimen organizado moldeara su forma de actuar, probara el sistema institucional y terminara de instalarse a sus anchas en Chile.
Entremedio, el Estado ha ido degradándose: despilfarro de recursos públicos; multiplicación de trámites que atrasan fuentes de empleo y emprendimientos. Listas de espera en salud con resultado de muerte; corrupción; funcionarios públicos instalados en el Congreso para impedir reformas que los afecten (sala cuna universal, el ejemplo más emblemático).
Sí, hay malestar. Y una mayoría quiere cambios. Pero los quiere bien hechos, no solo graduales, sino también en la dirección correcta, porque sabe que pagará las consecuencias de caminos equivocados. Para muestra, la reforma educacional. Se explicó la mala calidad de la educación en el sistema subvencionado y en la selección, se impuso una reforma para debilitar al primero y terminar con la segunda. El resultado: portazo para millones de familias de clase media y la ampliación de la brecha entre la educación privada y la pública.
Ya que estamos mirando estudios de opinión pública: la encuesta CEP de julio pasado entrega orientaciones para proyectar hacia dónde deberían dirigirse algunos de esos cambios. El trabajo como factor de progreso pasó de un 57% en 2015 a 86%. La delincuencia es para seis de cada diez chilenos el principal problema, seguido a bastante distancia por salud, con un 32%, y pensiones, 28%; la opción prioritaria por orden público, resignando libertades, ha pasado de 22% en diciembre de 2019 a 72% (un síntoma al que nadie parece alarmar). Un 61% cree que los liceos emblemáticos deben seleccionar por mérito académico.
La oposición, no solo la derecha, debería estar tomando nota del discurso oficialista que pretende asociar mañosamente un malestar real, con la imposibilidad de desinstalar un modelo económico y, cómo no, con la Constitución. Y, además de tomar nota, definirse desde la sensatez que expresan los propios chilenos. (El Mercurio)