La semana pasada, el gobierno presentó el proyecto de ley que crea un nuevo mecanismo para el financiamiento estudiantil de la educación superior. En términos generales, éste propone transitar desde un sistema de créditos subsidiados, hacia uno de financiamiento vía impuestos al ingreso, que entrega al Estado la definición de los aranceles y vacantes de las instituciones. De este modo, bajo la excusa de abordar los problemas específicos del CAE, lo que el proyecto presentado finalmente pretende es alterar una serie de elementos que van mucho más allá, afectando el equilibrio y progreso del sistema de educación superior.
Según el informe financiero que acompaña al proyecto de ley, sumando y restando, las iniciativas contempladas -que van desde el ahorro estimado por la postergación de la gratuidad, hasta el costo por la condonación parcial de deudas- no significarán un mayor gasto fiscal en régimen. Tras la inconveniencia de seguir con la tendencia de aumentar el presupuesto destinado a este nivel educativo, esto ha sido resaltado por el gobierno. Así también, el que los beneficiarios del nuevo sistema, en teoría, pagarán menos que con el CAE. Lo cierto es que, así como “no hay tal cosa como un almuerzo gratis”, tampoco hay estudios gratis. En este caso, se crearán nuevos subsidios y es claro que alguien deberá pagarlos, lo que está en discusión es quién, por qué vía y con qué efectos.
En primer lugar, todo indica que quienes deberán pagar la cuenta serán los trabajadores formales que, al desanclarse el costo de su carrera del pago por ella, podrían tener que retribuir una suma más alta que la que les correspondería con el propio CAE. Lo que a su vez pone en duda la conveniencia para ellos de participar del nuevo sistema -y con ello su viabilidad-. Y no se piense que se trata de casos extremos de personas de altos ingresos; egresados, aun de carreras técnicas de buen retorno, podrían encontrarse en esa situación.
Así también, serán las instituciones de educación superior de mayor calidad las que, a través de la fijación de sus aranceles y control de sus vacantes por parte del Estado, recibirán menos recursos de los requeridos y, de ese modo, terminarán financiando los costos de la iniciativa. Bajo el nuevo FES, éstas sufrirán un deterioro en su autonomía y una merma en sus ingresos que amenazará no sólo su calidad y sostenibilidad, sino también las del sistema de educación superior en su conjunto.
Veinte años atrás, el ministro Marcel -entonces director de Presupuestos- proyectó para el CAE un gasto muy inferior al que finalmente ha costado al país. Clave en ese desvío fueron los efectos no previstos que finalmente tuvieron los numerosos incentivos que este fue implicando. Hoy, como ministro de Hacienda, debiera aprender de esa experiencia. En vez de negar lo innegable, el gobierno debiera transparentar dónde recaerán los costos de su propuesta y así permitir un debate realista al respecto. (La Tercera)
María Paz Arzola