La "gran jalea"

La "gran jalea"

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Desde niño siempre admiré a los directores de orquesta. Me asombraba ver a un hombre con una vara mágica (después supe que se llamaba «batuta») moviendo con pasión sus brazos y más me asombraba todavía observar a decenas de músicos (violinistas, pianistas, fagotistas y tantos otros) siguiendo a ese convulsionado taumaturgo que era capaz de desatar tormentas o invocar armonías, y todo en un orden perfecto que emergía de una multitud de instrumentos distintos y contradictorios. Ninguna magia me pareció más misteriosa y sublime que esta, y siempre me pregunté cuál era el secreto o truco de esos hechiceros de arpegios y armonías.

Después me leyeron el mito de Orfeo, que era capaz de calmar la tempestad en el mar o sacar solo con su propia música a su amada del país de los muertos, y ahí entendí que un director de orquesta era un descendiente directo de esa estirpe de héroes de la música, los únicos que podían emerger victoriosos del caos y lo informe.

Ya adolescente, en las míticas temporadas de la Fundación Beethoven o del Teatro de la Universidad de Chile, descubrí que los magos de la música de las esferas eran seres de carne y hueso, que sudaban, sufrían y vibraban al mismo tiempo, para que las orquestas dieran lo mejor de sí, aunque ese día el pianista se hubiera despertado con una pena de amor o el violinista tuviera dolor de muelas. Ellos eran Fernando Rosas o Juan Pablo Izquierdo, los directores de orquesta que habiendo podido quedarse fuera, en Viena o Nueva York, en glamorosos escenarios, habían preferido entregarlo todo en este su lejano y precario país, donde hacer las cosas bien cuesta el doble o el triple, dada nuestra atávica tendencia a la complacencia o la medianía.

Desde la primera vez que vi dirigir a Juan Pablo Izquierdo supe que él era uno de esos magos de mi infancia. Al verlo y oírlo entrar con tanta seguridad y pasión en los abismos de Mahler o ascender a los cielos de Bach, me pregunté cómo se forma un director de orquesta. Ahí supe que cuando muy joven, Juan Pablo Izquierdo, con otros de su edad, en una ciudad alemana, en fríos amaneceres, esperaba a las afueras de la casa de un gran maestro, mientras caía la nieve, a que este les abriera su casa para empezar la lección.

Entendí entonces que la música es una mezcla de milagro y rigor, de éxtasis y ascetismo, un camino que está reservado solo a quienes son capaces de sacrificarlo todo para convertirse en los pararrayos que reciben el rayo celeste para entregarlo a todos nosotros convertido en canción. Vi después a Juan Pablo Izquierdo dirigiendo la Orquesta de Cámara de Chile, en un teatro de Ñuñoa, en una función gratuita para un público de las más diversas procedencias, y tuve la certeza de que estaba asistiendo a uno de esos escasos momentos en que la cultura no es una palabra abstracta, sino una experiencia colectiva que puede sacar a un país del pantano del letargo y la ramplonería y elevarlo a las cumbres del espíritu.

Acabo de enterarme de que Juan Pablo Izquierdo, el Maestro, acosado por mezquindades, envidias y maledicencias tan frecuentes en estos lares, renunció a la dirección de la Orquesta de Cámara de Chile. Esta pérdida es una de las más graves e irreparables que nuestro país puede sufrir. Que renuncie un ministro, un parlamentario o un director de empresa no tiene a estas alturas ninguna relevancia.

El Chile institucional y político se ha convertido en una orquesta sin dirección, desafinada, sin pauta, sin concierto. Un desconcierto de desprolijidad y falta de convicción. Pero lo más alarmante es cuando lo excelso y genuino es obligado a salir de escena y la mediocridad se toma el poder. Que un Chile sin referencias ni éticas ni estéticas a quien admirar pierda a su mejor director de orquesta es un símbolo del caos al que nos acercamos, pero no al caos creador de la música, sino al del ruido y la furia de los que no tienen ni oficio ni ser propio. A ese caos en versión chilena que Huidobro llamó la «gran jalea».

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