No ha habido en la historia de Chile un momento en que la institución presidencial haya sido degradada hasta depositarla en los más bajos fondos, como ha sucedido en el actual período.
Bernardino Bravo ha descrito la Presidencia en Chile como “una verdadera figura institucional, con características propias del cargo y por tanto superiores e independientes de la persona concreta que lo ejerce”. Sí, de acuerdo, así ha sido, pero también es cierto que Mario Góngora enfatizó la importancia del carácter personal de cada presidente, dentro de la institucionalidad en la que se inserta el primer mandatario.
Nuestro régimen actual, presidencialista por cierto, está siendo “habitado” por la más insólita figura de nuestra historia. Repaso y repaso, voy de Pinto a Prieto, de Montt a Pérez, de Balmaceda al otro Montt, de Alessandri a Figueroa, de González Videla a Ibáñez, de Frei a Allende, de Bachelet a Piñera —y me muevo entre tantos otros presidentes— para concluir que nada igual le había sucedido a la república. La historia de Chile habla, grita y sentencia: nada se parece a la Presidencia actual, nunca habíamos estado en tan insólita y grotesca situación.
Todo comenzó el primer día —vaya obviedad— pero se hizo nacionalmente evidente desde el caso Fundaciones al caso Violación. Primero, fueron millones y millones de pesos los defraudados en las narices de la Presidencia y, apenas un año después, han explotado, en la propia Moneda, el abuso de poder y la violación, de manera aún más dramática.
No sabemos —ni lo vamos a saber nunca, no seamos ilusos— cuál era el grado de conocimiento que la Presidencia tenía de lo que hacían sus correligionarios, moviendo esos millones que pasaban desde los bolsillos de los contribuyentes al erario fiscal y, de ahí, con notable fluidez, a los bolsillos frenteamplistas. Quizás la Presidencia no tenía el detalle, pero en un gobierno de tanto amiguismo, de unos alter ego que han querido aparecer como clones del presidente, no cabe duda que arriba, bien arriba, se sabía todo. Y antes de que estallara la verdad, no se hizo nada. No hace falta dar nombres de los “sabedores”: todos los tenemos en la punta de la lengua.
Pero ahora, en el caso violación, la situación se ha hecho aún más evidente. Todo indica que… ¡supieron!, que… ¡supo! Casi no hay margen para la especulación, casi no cabe duda alguna que el conocimiento de la situación fue administrado de modo especialmente perverso. Desde la Presidencia se administra el Estado, pero esta vez se administró el silencio, se administró la protección del más fuerte, incluso —está por probarse— quizás se administró la mentira.
En uno y otro caso —fundaciones y violación—, lo que estaba en juego era lo que propiamente caracteriza a la Presidencia: poner por encima de todo a Chile. Pero, en uno y otro caso, se va sabiendo que sucedió justamente lo contrario: se ha puesto por encima de todo la conveniencia de los compinches y la expectativa de unos resultados electorales. Nunca antes había “habitado” la Presidencia una figura tan absolutamente distante del bien común, y eso que tuvimos un Allende que declaró “yo no soy el Presidente de todos los chilenos”.
Todos recordamos aquella sentencia que las izquierdas pretendieron establecer como verdad incontrastable respecto del gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden: “Sabían todo lo que pasaba, y lo que no sabían, debían saberlo”. Y todos recordamos lo que ha significado en procesos y en condenas esa gravísima afirmación.
Pero ahora, en estos casos, la parte final de esa consideración no hará falta, porque quizás llegue un momento en que pese sobre la conciencia del actual gobernante el haberlo sabido todo. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas