No hay peor trampa para un político que sus propias palabras, las expectativas que desata el discurso con el que solicita la adhesión de los ciudadanos. Es como si al esforzarse por alcanzar el poder, y sin que lo advierta, el político fuera tejiendo mediante su discurso una red invisible de reglas, normas, estándares y criterios con los que, inevitablemente, alguna vez será juzgado.
Es lo que está ocurriendo hoy al Gobierno.
Con un cierto simplismo propio de la época o de la edad que tenían, que es casi lo mismo, el Presidente y las fuerzas que lo apoyan divulgaron un feminismo más o menos simplista para el que el hombre era siempre ex ante el villano y la mujer la víctima. Y todo ello, continuaba este discurso, con prescindencia de la individualidad, puesto que los papeles de víctima o de villano no dependían de la agencia personal o de la voluntad individual, sino de la estructura, de la definición de los roles, de factores impersonales que decidían en base al sexo envuelto en el género quién era víctima y quién victimario, como se repetía una y otra vez en ese himno, ¿cómo se llamaba? Un violador en tu camino.
El resultado de todo eso es que, en las universidades, en la esfera pública, en las performances se olvidaron las garantías institucionales, puesto que la distribución de víctimas y de victimarios no dependía de la conducta individual, sino de la estructura de roles: la consecuencia de ese punto de vista fue, “amiga, yo te creo” que con tanta liviandad se ha repetido una y mil veces.
No es raro, entonces, que ahora el Gobierno esté siendo juzgado y se le esté pidiendo cuentas no por actos que ha ejecutado, sino por la forma de reaccionar frente a ellos. Así, no se critica al Presidente Gabriel Boric por los actos o la conducta que una persona le imputa, sino porque se defiende. ¿Acaso no se decía que había que creerle sin más a la víctima? Y, claro, defenderse de una acusación, como ha decidido hacerlo el Presidente, es perfectamente correcto y para cualquiera un deber; pero revela ex post cuán incorrecto era el discurso irreflexivo que él mismo, y las fuerzas políticas que lo apoyan, divulgaron con tanto simplismo, al asignar culpas derivándolas de la división sexual del trabajo, y adornando todo esto con mala sociología y con lecturas mal digeridas, es de suponer, de Butler o Bourdieu.
Por supuesto, la oposición actúa en esto con oportunismo y es probable que nadie crea un ápice la conducta de que se acusa al Presidente; pero eso no es lo relevante. Lo relevante no es, para todos los efectos, la veracidad de la acusación, sino la conducta que el Presidente y quienes lo apoyan tienen frente a ella, que revela, una vez que se vuelve la vista atrás, cuánta tontería liviana se dijo y se puede decir refugiado en un coro de jóvenes y de adultos que la repiten incesantemente.
Eso de que hay que creerle a la víctima es, mirado desde el punto de vista de las instituciones, simplemente absurdo, entre otras cosas, porque víctima existe solo desde que se determinó que alguien era culpable y esto último solo se sabe, en una sociedad civilizada, una vez que un tribunal imparcial, y luego de un debate con igualdad de armas, lo decidió. Por eso, el Presidente, con razón, no diría ahora que quien lo acusa a él es víctima, puesto que para eso él tendría que ser el culpable. Y esto mismo es lo que valdría la pena recordar una y otra vez cuando, tentados por el simplismo y el aplauso de las redes, jóvenes y viejos exonerados de recordar los principios del Estado de Derecho, repitan una y otra vez, amiga, yo te creo. (El Mercurio)
Carlos Peña