Además, es cosa de mirar nuestras propias familias, instituciones y el entorno internacional para darse cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol. Es la condición humana herida (para los católicos por el pecado), que aunque redimida por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo sigue viviendo en una constante tensión que hace del bien a conseguir un bien arduo, como dirían los escolásticos. San Pablo lo describe muy bien en sus cartas: “No hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero”. Esta experiencia vital todos de una u otra manera la hemos experimentado.
Chile y Argentina estuvieron muy cerca de una guerra. ¡Muy cerca! Había tropas alistadas y material bélico en la zona. Las diferencias que acompañan a un país de más de 5.000 km de fronteras se agudizaron a tal punto que se pensó que a través de la violencia se iba a solucionar el conflicto. De haberse producido tal fatídico desenlace, hasta el día de hoy estaríamos lamentando sus consecuencias: miles de muertos y de heridos; familias destruidas de por vida; pobreza por doquier y un resentimiento que se hubiese traspasado de generación en generación; países sumidos en la más absoluta de las desconfianzas y todo lo que ello implica, menos colaboración, menos desarrollo y más pobreza.
Pero nada de eso ocurrió. La mirada de futuro, la buena voluntad, la magnanimidad de los gobernantes fueron claves para que la Iglesia Católica, liderada por San Juan Pablo II, pudiera mediar, es decir sentar en la mesa a los interesados y dialogar, es decir, escucharse, comprender que el todo es más que las partes y comprender que con la guerra nadie gana, todos pierden y, lo que es peor, se sienta el nefasto principio de que los conflictos se resuelven con la violencia.
Es por ello que a todo pulmón en Chile y Argentina se celebran jubilosas misas, acciones de gracias, simposios, conferencias, y tantas manifestaciones de júbilo para decir que la paz es posible cuando se tiene claridad meridiana de que los seres humanos podemos ser razonables, con juicios certeros y con capacidad de negociación.
Todos ganamos, todos; por eso se celebra en grande. Este ejemplo bien se puede replicar en otros lugares donde el fanatismo, la ceguera, las ansias infinitas de poder y un claro desprecio por la vida han hecho de la guerra el protagonista de sus historias.
El protagonista de la mediación fue, sin duda, la confianza mutua. Cuando ambos gobernantes llegaron a la convicción de que era posible confiar en el otro, se pudo comenzar a trabajar. La confianza es una instancia que se gana a gotas, pero se pierde a litros. Sin duda que el tesón, la convicción, la fe y la extraordinaria capacidad diplomática de la Santa Sede fue un factor decisivo.
La Iglesia Católica tiene el mejor de los recursos para colaborar en que haya entendimiento entre las partes: la convicción de que es posible aspirar a metas altas que dignifiquen al ser humano porque hemos sido creados para la grandeza y no para la comodidad. La guerra es una afrenta a la dignidad de la persona.
También fue clara la convicción de que las palabras de Jesús siguen vigentes, tal vez más que nunca: Sin mí no podéis hacer nada. Tan claro como aquello. Solo Dios sabe las horas y días de oración y ayuno de la delegación papal y de las demás delegaciones. Se requería, como nunca, en el pedregoso camino de las negociaciones, los dones del Espíritu Santo, especialmente el de la prudencia, la sabiduría, la inteligencia y la magnanimidad. Además, el Tratado no solo buscaba la paz, que ya es bastante, sino que también amistad, es decir, esa forma maravillosa de amor entre las personas.
Chile, Argentina y el Vaticano logran continuar el abrazo que hace un par de siglos se dieran los Libertadores Bernardo O’Higgins y José de San Martín. Con su prolongación se les hizo honor a ambos países y a sus pueblos. ¡Y para siempre! (El Mercurio)
Mons. Fernando Chomali G.
Arzobispo de Santiago de Chile