Crecer en Chile parece haber vuelto a ser una prioridad compartida. Lo fue para moros y cristianos en los 90 y los 2000. Incluso Lagos, el primer presidente socialista tras Allende, fue elegido para “crecer con igualdad” y Andrés Velasco cuidó el crecimiento en Bachelet 1.
Pero en algún momento, hace una década más o menos, muchos —sobre todo quienes se hicieron adultos en un país que siempre crecía— empezaron a dar el crecimiento por sentado, como si fuera el estado natural de las cosas. Interpelados por una promesa de transformaciones estructurales, la mayoría puso las prioridades en otro lado, dejamos de crecer y empezamos a asfixiarnos en la mediocridad.
Esa idea de que el crecimiento estará siempre ahí, de que ocurre en los países por defecto, sin necesidad de hacer nada, es quizás el equívoco más básico que debemos erradicar en materia económica.
Por eso vale la pena detenerse y profundizar en él.
En su libro “En defensa de la Ilustración”, el profesor de psicología de Harvard Steven Pinker explica con lucidez cómo los avances de la civilización, los arreglos que los humanos hemos logrado a lo largo de milenios para conseguir el estándar de vida moderna, son una excepción, un hecho extraordinario. No son la regla ni la evolución natural de las cosas.
La razón esencial es simple: dentro de la cantidad infinita de posibles formas en que la materia se puede organizar en el mundo natural, hay solo un número muy limitado de arreglos que nos sirven a los humanos para prosperar. “La materia —explica Pinker— no se organiza a sí misma en la forma de refugios y vestimenta, y los seres vivos hacen todo cuanto pueden para evitar convertirse en nuestro alimento”. Para conseguir las cosas que necesitamos —abrigo, alimento, seguridad, una sinfonía o una cirugía de cerebro—, los seres humanos hemos logrado modificar a nuestro favor una realidad natural que dejada libre para evolucionar a su antojo, tiende al desorden, la monotonía, la inutilidad. Y ese es un logro excepcional.
Por eso el bienestar es esquivo, porque requiere conseguir y luego preservar un equilibrio complejo de condiciones hacia las cuales la naturaleza no tiende de forma natural. Y es precario porque si una pieza esencial del arreglo falla, el sistema en su conjunto falla también, sin importar que el resto de las piezas centrales sigan funcionando bien.
Es por esa razón que, en ausencia de un esfuerzo constante y deliberado por organizar el mundo y sus componentes de manera virtuosa, la condición de la naturaleza por defecto es la pobreza, no la riqueza.
Para decirlo de otra manera: lo fácil es lograr la mediocridad y el estancamiento, porque para conseguirlos basta dejarse estar, o romper uno solo de los componentes esenciales de esos arreglos que hacen posible nuestra vida. Así es la naturaleza, nos guste o no: los que quieren echar todo abajo,siempre tienen a la fuerza de gravedad de su lado.
La misma lógica aplica para la economía: para crecer, los países necesitan generar un conjunto improbable de condiciones que deben funcionar al mismo tiempo. Es importante enfatizar esto último: al mismo tiempo. Si se enquista el crimen o se daña la certeza jurídica, por ejemplo, el crecimiento sufre, aunque el resto de las condiciones para crecer estén ahí —aunque haya cierto orden macroeconómico, buenas intenciones para destrabar permisos y abundancia de recursos naturales, por decir algo.
Por eso es tan difícil crecer y prosperar: porque requiere el funcionamiento simultáneo y armónico de todos los eslabones de una cadena larga. Y como en cualquier cadena, la del crecimiento es tan fuerte como su eslabón más débil.
Esta comprensión elemental de cómo funciona el mundo algunos la olvidaron por años. Pero como la realidad y la naturaleza —la entropía, podríamos decir— son tercas, al final terminan imponiéndose sobre los voluntarismos y las utopías. Hoy estamos pagando las consecuencias del daño no a uno, sino a varios eslabones de la cadena transmisora de prosperidad que por años mejoró la calidad de vida de la población, sacó a millones de la pobreza y convirtió a un país pobre, en uno pujante y de clase media.
Hoy parece que estamos de acuerdo en que necesitamos volver a crecer. Es más discutible que tengamos conciencia de que para hacerlo es necesario hacer muchas cosas, hacerlas bien, y hacerlas bien al mismo tiempo. No estaría de más recordar que los países que crecen sobre el 5% son muy pocos, y reconocer que lo que logramos en los famosos 30 años fue excepcional. Porque es extraordinariamente difícil de hacer.
Si logramos que el renovado consenso sobre la importancia de crecer logre dejarnos grabada esta lección, algo habremos al menos sacado en limpio de esta década de estancamiento.
En “La conspiración de la fortuna”, Héctor Aguilar Camín lo sintetizó así: “En el juego de la vida, o del destino, la gente no llega tan lejos como augura su talento, sino como permiten sus limitaciones. Somos tan grandes como nuestros límites, del mismo modo que nuestro cuerpo vive hasta que muere la más débil de sus partes esenciales”.
Difícil decirlo mejor. Y lo que es cierto en la vida y el cuerpo de las personas, es cierto también para los países y su destino. (El Mercurio)