La adicción al acuerdo

La adicción al acuerdo

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Las posiciones enfrentadas en la reforma de pensiones son, como ya viene siendo costumbre, antitéticas: la aspiración última de la coalición gobernante es poner fin al sistema de capitalización individual; la de la oposición es —o debería ser— preservarlo. Esta contradicción refleja concepciones irreconciliables acerca de la justicia y del bien común, y vuelve improbable un acuerdo que contente a ambas partes.

No obstante, una situación como esta no tiene por qué conducir al inmovilismo: aunque no pueda obtenerlo todo, una de las partes puede conseguir algo si logra aproximar las cosas a su propio ideal. Eso es lo que ha estado haciendo la izquierda en los últimos años. Por ejemplo, en la educación y el sistema político. Y esto es lo que parece estar a punto de conseguir ahora con su proyecto de reforma de pensiones, que introduce la lógica del reparto por medio de la “compensación” en el sistema actual (la identidad de reparto y compensación se prueba por la identidad de sus efectos: si todos los trabajadores se compensaran unos a otros, el resultado de un “sistema de compensación” sería indistinguible de un sistema de reparto).

Aunque su seguidilla de éxitos se vio interrumpida por el fracaso de la Convención, la izquierda tiene, en retrospectiva, varios triunfos de los que preciarse. Y ahora, ante la propuesta de reforma de pensiones, una parte importante de la derecha parece estar dispuesta a avenirse a un cambio que contraría su modelo de sociedad y su concepción de la justicia.

¿Cuál sería su motivación para esa (nueva) claudicación?

La promesa de la gobernabilidad, la necesidad de los acuerdos y la urgencia de la reforma del sistema de pensiones. Pero la primera razón es vana, como incluso los más ingenuos admitirían después del “estallido social” de 2019. La segunda es engañosa: es cierto que la democracia funciona sobre la base de acuerdos, pero de los acuerdos acerca de las reglas del sistema democrático, no de los programas de gobierno.

En Chile Vamos hay quienes parecen confundir permanentemente las dos cosas.

En este sentido, y descontado el respeto transversal por las reglas democráticas, el desacuerdo es un resultado perfectamente legítimo. Y en este caso es, de hecho, lo preferible. Por lo demás, la izquierda así lo ve en asuntos como las reglas del uso de la fuerza, la paridad y un largo etcétera, en los que es, sin ningún complejo, adamantina. Por último, el peso de la urgencia recae sobre todos los actores políticos por igual, no solo sobre la derecha. La afirmación del ministro Marcel de que el “buen acuerdo” es el que se hace “ahora” solo es verdadera con respecto al propósito de iniciar la metamorfosis del sistema actual, pero falsa si se la considera en relación al problema mismo.

Así las cosas, parece que una vez más la adicción de Chile Vamos a las malas razones amenaza con dejarlo a la izquierda de su propio electorado. (El Mercurio)

Felipe Schwember