Esta semana se dieron a conocer los resultados de la Prueba de Admisión a la Educación Superior (PAES). Los números confirmaron tendencias que ya conocíamos: la brecha entre los establecimientos particulares y el resto del sistema no solo es enorme, sino que también parece ir en aumento. Este año, los colegios particulares obtuvieron en promedio 145 puntos más que los subvencionados y 180 más que los municipales (y ni hablar de los SLEP). Para peor, entre los primeros 100 colegios hay solo un municipal y un subvencionado.
El cuadro se agrava si atendemos a los otrora liceos emblemáticos: el Instituto Nacional está en el lugar 303, el Liceo 1 en el 924 y el Liceo de Aplicación en el 1.047. Hay que tomarle el peso a este hecho que tiene consecuencias insospechadas: en un breve lapso, establecimientos fundamentales en la historia de Chile —y, más particularmente, en la historia de las clases dirigentes— se desplomaron. La conclusión es evidente: si usted no cuenta con dinero para pagar, las posibilidades de que su hijo pueda acceder a una carrera o universidad altamente selectiva son muy bajas, por no decir nulas.
Naturalmente, el fenómeno obedece a múltiples factores; y, de hecho, estos resultados solo reflejan cuestiones más estructurales que el sistema educativo no puede resolver por sí solo. Sin embargo, resulta inevitable preguntarse por el elefante en la habitación: los efectos de la reforma educacional promulgada en el segundo gobierno de Michelle Bachelet. Cabe recordar que dicha reforma fue defendida como una medida indispensable para terminar con las desigualdades sociales, y fue una de las propuestas estrella de su campaña. Una de las normas aprobadas terminó con la selección en la educación municipal y subvencionada, afectando particularmente a los emblemáticos. En aquellos años, se afirmaba a viva voz que esos establecimientos eran un espejismo, que sus resultados estaban falseados por un descreme previo y que, en definitiva, solo fomentaban la segregación. Se aludió, además, a un improbable efecto pares (¿se acuerdan?) que permitiría subir el nivel general en lugar de concentrar los recursos en un puñado de estudiantes.
Pues bien, han pasado más de diez años desde aquella reforma, y la verdad es que —no vale la pena taparse la mirada— los resultados son simplemente desastrosos. En efecto, empeoraron aquello que querían remediar: hoy el sistema está más segregado que antes, y la elite más cerrada sobre sí misma. De hecho, tampoco hubo “efecto pares”. Si la educación estatal representaba, hace diez años, un 4,9% de los mejores puntajes, hoy ha caído a un 3,8%.
La pregunta que surge, desde luego, es si hay alguien dispuesto a hacerse responsable de este descalabro. Mal que mal, esta fue una de las principales banderas que emplearon los dirigentes estudiantiles para saltar al estrellato el 2011, y que fue apoyada por la Nueva Mayoría. Esto no se trata de arqueología tuitera, como afirman desdeñosamente algunos cuando se les pregunta por sus opiniones pasadas. Esto se trata de miles de jóvenes cuyas oportunidades se han estrechado dramáticamente. Sin embargo, en todos estos años —con la honrosa excepción de Karina Delfino— nadie ha querido ofrecer un atisbo de explicación.
En rigor, resulta indispensable realizar una inventario sobre los fundamentos de dicha reforma. Pues lo que había detrás era un desprecio por la idea del mérito y esfuerzo como motores de acción. Desde luego, no ignoro que esos conceptos —llevados al extremo— pueden ser problemáticos, pero más problemática aún resulta su ausencia. Esos liceos funcionaban bajo condiciones exigentes, que lograban producir un ambiente de emulación para tender hacia la excelencia. Todo eso fue apartado de un plumazo, como si todo hubiera sido fruto de un mero espejismo. En su reemplazo, se decidió sacar los patines e igualarlo todo. En palabras de Sol Serrano, fue una reforma iluminista. Lo que se olvidó es que los ambientes exigentes cumplen una función pedagógica, y que esos liceos —más allá de sus dificultades— cumplían una función crucial: ampliar el origen social de las elites. Resulta cuando menos paradójico que un grupo de dirigentes provenientes de colegios particulares haya decidido realizar ingeniería social con los sectores más vulnerables; y resulta más paradójico aún que la centroizquierda chilena haya asumido como propio ese discurso solo para congraciarse con una generación que no ha sido capaz de asumir la menor responsabilidad. Si Gabriel Boric cree que el fin del CAE merece una cadena nacional, ¿estos resultados no merecen al menos una reflexión al margen, una nota al pie? ¿Un comentario al pasar del ministro o del subsecretario? ¿O todo fue un engaño y una impostación?
En un texto del año 2012, un joven Giorgio Jackson confesaba sentir la “angustia del privilegiado”. Esa angustia habría estado en el origen de su compromiso, y en el origen de su actividad política: su norte era acabar con los privilegios (y con su angustia). Supongo que sería mucho pedirle a él —y a su generación— que sintiera angustia por los efectos de sus iniciativas. Pero el silencio solo confirma la peor de las intuiciones: la preocupación por las desigualdades educativas solo fue un instrumento para asaltar el poder. Los resultados están a la vista. (El Mercurio)
Daniel Mansuy