Estoy cansado de las reformas en que terminamos peor de donde empezamos. Nos pasó con el sistema político. Reemplazamos el binominal y hoy somos ingobernables. El Transantiago lo mismo, terminamos con las micros amarillas a un costo millonario y dando peor servicio. Idem con la reforma tributaria, que transformó un sistema armónico que premiaba el ahorro y castigaba el gasto en uno ininteligible que estancó al país. Después la educacional, que reemplazó un sistema que mejoraba día a día con uno que empeora día a día.
Ahora, de los mismos que promovieron esas reformas y que de pensiones no saben nada, pero de poder y dinero mucho, mandan una reforma de más de 172 páginas, de difícil comprensión y de gran dificultad interpretativa, que pretenden pasar galopando por el Congreso.
No parece muy justo exigirle a la generación que ha vivido un Chile estancado y que ya hizo el esfuerzo con la PGU, que siga financiando a la generación que vivió el mejor Chile de la historia reciente. Somos un país pobre. Todos quisiéramos tener mejores pensiones, mejores sueldos, mejores vacaciones y mejor de todo. Claro que hay un mundo mejor, pero es más caro y no tenemos plata. Este es el dilema de la sabanita corta: lo que cubrimos por un lado lo estamos descubriendo por otro.
Chile tiene derecho a darse un tiempo para analizar esta reforma sin apuro y que todos puedan comentarla y mejorarla. Esto de imponer un acuerdo rapidito terminará mal. Ya de las declaraciones de gobierno y oposición se demuestra que ambas partes están entendiendo cosas muy distintas de lo que están aprobando.
La historia muestra muchos acuerdos ambiciosos que dejaron todo peor de lo que pretendieron arreglar. El Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial es un ejemplo. No invitaron a la mesa a Alemania y Rusia, a quienes humillaron. Desintegraron el Imperio Austro-Húngaro, generando un vacío de poder en Europa Central que fue el germen de la guerra siguiente. Y las reparaciones de guerra provocaron una inflación desbocada que destruyó la incipiente democracia alemana, abriendo camino al nazismo. Si alguien piensa que este “acuerdo” pone término a la discusión previsional, está muy equivocado y lo dice la propia declaración del Gobierno: “El proceso de cambio previsional que inaugura esta reforma abre la puerta para futuras reformas que terminen con las AFP y fortalezcan la seguridad social”.
Los sueldos en promedio suben la mitad de lo que crece un país. Si Chile crece 2%, los sueldos crecerán 1%. Esta reforma disminuirá los ingresos disponibles a los asalariados actuales. Al Poder Judicial le han querido bajar un 2% su presupuesto y puso el grito en el cielo, a los trabajadores les reducirán un 7% sus ingresos y van a saltar. La derecha quiere fortalecer el ahorro individual, dar certeza jurídica, mejorar las pensiones, aumentar la competencia, profundizar el mercado de capitales, evitar que los políticos administren pensiones, formalizar el empleo y proteger la propiedad. Salvo por la mejora de pensiones, la izquierda quiere todo lo contrario, pero ambas declaran haber logrado sus objetivos. ¡Plop!
En lo formal, me encantan los acuerdos, así avanzó Chile. En lo sustantivo, este requiere más trabajo. La PGU hizo innecesario aumentar un 6% la cotización. Con eso ya hicimos el esfuerzo por los que no tenían pensión. Es mala idea endeudar más al Estado y meterlo a administrar pensiones si no da el ancho en seguridad, salud y educación. La licitación de cartera atenta contra el derecho de propiedad, la libertad contractual y erosiona nuestra credibilidad con los inversionistas extranjeros. No se subió la edad de jubilación, que cae de cajón. Y lo peor es que el texto sigue tratando como niños a los chilenos con titulares atractivos, pero mucha letra chica que los desdibuja.
Si se buscaba mayor competencia, dudo que alguien serio invierta en un negocio donde enfrentará incertidumbre regulatoria, competirá con el Estado y arriesgará periódicamente perder en licitaciones el 10% de sus clientes. O el Estado compite o se licitan las carteras, pero no ambas.
Un contrato es bueno cuando: las partes lo acuerdan de buena fe, cualquiera lo entiende con facilidad, la letra refleja la intención de las partes y ambas lo interpretan de la misma manera, beneficia a los firmantes sin perjudicar a terceros, y soluciona un problema sin ser el punto de partida de uno nuevo. Me temo que este por el momento no pasa el test. Como diría mi exjefe, a este contrato le falta reposo. (El Mercurio)
Gerardo Varela