Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos son muy profesionales y poseen variados sistemas de admisión, capacitación, destinos, entrenamiento y educación, que las hacen ser unas de las de referencia en el mundo. A lo anterior, agréguele que cuentan, en general, con los sistemas armamentísticos más sofisticados del planeta.
A diferencia de Chile, en el que solo los mandos en Jefe del Ejército, Armada y Fuerza Aérea están en posesión de la calidad de generales con cuatro estrellas, en el país del norte –por el gran tamaño de sus fuerzas– existen un poco menos de 40 con ese grado, incluyendo entre otros a los “Marines” (Infantería de Marina), que son una rama aparte, al igual que la Guardia Costera.
Todos quienes son promovidos para ese último grado deben finalmente contar con la aprobación del Congreso, lo que es requisito obligatorio para su concreción.
Cada uno de los nominados, además de tener una carrera militar de excelencia, ha realizado despliegues operativos en distintos lugares del mundo, incluyendo entrenamientos con Fuerzas Armadas aliadas y, por tanto, con una dilatada experiencia profesional. Sus instituciones se preocupan paralelamente de enviarlos según sus intereses y los de su rama a postgrados y capacitaciones en las mejores universidades del país, las que tienen prestigio mundial.
Hago esta introducción para señalar que llegar a ser un general de cuatro estrellas en EE.UU. implica pasar por una serie de exigentes requisitos militares y políticos en un país que es la primera potencia del mundo y que está presente de una u otra manera en todos los continentes, ejerciendo un liderazgo que hasta ahora era incuestionable.
En febrero de este año, conocimos la insólita decisión del presidente Trump de designar a John Caine, un general de tres estrellas, que ya había pasado a la reserva, es decir, a retiro, como presidente del Estado Mayor Conjunto, máximo cargo militar en ese país, evitando nombrar a cualquiera de los más de 30 generales de cuatro estrellas disponibles y, de paso, produciendo un rompimiento con la forma en que, por décadas, se designaba a los uniformados en ese relevante cargo, lo que demuestra una alta desconfianza y recelo hacia quienes representan transversalmente los valores de la sociedad estadounidense y que son la flor y nata de las Fuerzas Armadas de EE.UU.
Esta inusual decisión ha sido catalogada por la oposición demócrata como un intento de politizar a las Fuerzas Armadas, entendiéndose que al ascender al general Caine, recuperándolo de su retiro y convertirlo en su principal asesor militar, será un fiel seguidor de cualquier decisión que el presidente Trump defina en el futuro.
Hace pocos años tuve la oportunidad de conocer y conversar en dos oportunidades, tanto en Chile como en EE.UU. con el general Mark Milley, general de cuatro estrellas, primero como Jefe del Estado Mayor del Ejército (equivalente al de Comandante en Jefe del Ejército), puesto en el que había sido designado por el expresidente Obama (demócrata) y posteriormente cuando recién había sido nombrado por el presidente Trump (republicano) en su primera administración, como presidente del Estado Mayor Conjunto que, como dije anteriormente, es el más alto cargo al que puede aspirar un militar en EE.UU.
Además de constatar en el general Milley el profundo conocimiento que tenía de las amenazas globales y de dónde provenían, demostraba en las interacciones un gran carácter y sentido del deber, sujeto al cumplimiento de la Constitución y su subordinación a los líderes políticos del Gobierno.
Para cualquier observador imparcial no había dudas de su dilatada trayectoria profesional y personal. No en vano fue designado en esas dos relevantes posiciones por dos presidentes distintos y de partidos políticos rivales.
En esas últimas funciones, el general Milley condenó en enero del 2021 –junto al Estado Mayor Conjunto que dirigía– el asalto al Capitolio por parte de los adherentes de Trump por el supuesto fraude electoral. En esa declaración indicó que todos los miembros de las Fuerzas Armadas tienen la obligación de apoyar y defender la Constitución y rechazar el extremismo y a todos los enemigos internos y externos.
Esto no fue tomado de buena manera por el entonces presidente Trump y sus adherentes, lo que le valió, a partir de ese momento, la enemistad permanente de dicha autoridad.
Posteriormente, siguió en el cargo durante los primeros años del expresidente Joe Biden, antes de pasar a su retiro definitivo. Al terminar su período de Gobierno, esa administración indultó anticipadamente a varias exautoridades civiles, incluyendo al general Milley, ante las amenazas del entonces presidente electo Trump de tener una lista de enemigos para perseguirlos, incluyéndolo.
La OTAN y los soviéticos
El enfoque de las Fuerzas Armadas de EE.UU. ha tenido desde hace décadas a los rusos como adversarios, especialmente a partir de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial en 1945.
Son famosos los actos confrontacionales que tuvo el destacado general estadounidense George S. Patton, al negarse a socializar con los jefes militares soviéticos una vez que se rindió Alemania, ya que este los veía ya como enemigos que debían ser combatidos a la brevedad.
No en vano, en 1949 y con el decidido impulso de EE.UU., se formó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), para proteger a los países de ambos lados del océano Atlántico y defenderse mutuamente en caso de agresión armada contra cualquiera de ellos, lo que era una clara advertencia a los soviéticos.
Los países occidentales se unieron ante la amenaza de la Guerra Fría, que fue incorporando paulatinamente, desde los 12 países originales, a los 32 actuales.
Han transcurrido cerca de 80 años desde 1945, en que cada uniformado de EE.UU. y sus aliados han sido formados doctrinariamente en ver como enemigos, primero, a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, luego, a su sucesora, Rusia. Para eso se han preparado en caso de que se declare una emergencia nacional, como fue, por ejemplo, la crisis de los misiles, al pretender los soviéticos instalar en Cuba en octubre de 1962 ese tipo de armamento, lo que casi desencadena una tercera guerra mundial.
¿Será posible, entonces, que solo con la voluntad del actual presidente Trump y sus incondicionales se pueda revertir esta visión en extremo consolidada en todas las estructuras operativas y educativas militares de Estados Unidos?
Es muy difícil, pero el Gobierno trabaja en esos propósitos. Una prueba de ello es la designación del general Caine en el máximo cargo de las FF.AA. La debilidad de Trump con la estructura militar superior no será fácil de revertir, por la formación que han tenido los uniformados en sus largas carreras militares.
Trump está haciendo trizas las relaciones de confianza que se han consolidado por décadas con sus aliados y que seguramente se revertirán, ya sea por el propio Trump o en los gobiernos que le sucedan, pero la grieta ya está hecha y –especialmente– los europeos no lo olvidarán, siendo una alerta también para otros países que contaban hasta ahora con el apoyo de Washington.
Esto repercutirá en un mayor desarrollo tecnológico en el área de la defensa europea, como ya está ocurriendo con el lema “gastar más, mejor y europeo”, para dejar de depender en demasía de los estadounidenses, porque ya se cruzó la línea de la confianza y no fue precisamente por decisión de Europa.
Se analizará, por ejemplo, si es conveniente seguir comprando o desistir de los modernos aviones de combate furtivos F-35, los cuales han sido encargados por varios países europeos, dada la limitación que tendrían al requerir mejoras periódicas de los distintos softwares que están bajo las manos de EE.UU.
Para que esto sea más una realidad que una pretensión, Europa deberá –con mayor fuerza– invertir e integrar sus investigaciones y desarrollo de una amplia línea de sistemas de armas entre los países miembros. Los hasta hoy casi insuperables aviones de combate de Estados Unidos representan un desafío mayor, aunque China ha demostrado recientemente avances extraordinarios en esta área; está por verse si efectivamente es el comienzo del fin en esta especie de monopolio americano en estos sistemas de armas.
Los pasillos interminables del Pentágono están repletos de civiles y militares formados para desconfiar de Rusia y de China, viendo a este último como el verdadero contendiente de su presente y futuro, respetando paralelamente a Rusia por su voluminoso arsenal nuclear y la personalidad de su presidente, Vladimir Putin, quien ha sido resaltado por su inteligencia y determinación por todas las últimas administraciones del Gobierno de EE.UU.
Los generales que están en servicio activo en las Fuerzas Armadas, en el actual Gobierno de Trump, con seguridad deben estar haciendo ver a sus superiores civiles del Ejecutivo, desde sus posiciones, el craso error de enfrentarse con sus mejores aliados europeos, poniendo en duda la efectividad de la OTAN y justificando la invasión rusa a Ucrania.
La influencia de los generales del Pentágono y de los Comandos Combatientes Conjuntos distribuidos en el mundo será silenciosa, pero no menos efectiva. Sin importar al militar que el presidente Trump designe en puestos de confianza, la adhesión de todos ellos a lo largo de décadas de carrera militar tiene un solo propósito: servir lealmente a cualquier Gobierno que sea elegido democráticamente y, por tanto, mantenerse al margen de las disputas políticas, pero ello tendrá sin lugar a dudas un límite: no transgredir la Constitución y no propiciar la división del pueblo de Estados Unidos. (El Mostrador)
Gral (r) Ricardo Martínez M.