Las elecciones parlamentarias y presidenciales del próximo 19 de noviembre son las más relevantes desde el plebiscito de 1988. Desde ese entonces, la caída en los niveles de participación ha sido rotunda y sistemática, disminuyendo en más de un 50% entre 1988 (87%) y la segunda vuelta electoral de año 2013 (42%). Siendo optimistas, el aumento en la tasa de participación del próximo 19-N no será muy significativo.
Evidentemente, la relevancia de estas elecciones no estará dada por el número de participantes sino, muy por el contrario, la importancia de los comicios se encontrará en la posición relativa que adopten las fuerzas políticas en disputa de acuerdo a los resultados que estas obtengan.
Existe una alta probabilidad de que la nueva conformación que adopte el Congreso represente la configuración inicial de un cambio en el sistema de partidos, el cual tenderá progresivamente a alterar el reparto duopólico del poder en los albores de la segunda década del siglo XXI; al menos, en lo que refiere al espacio de la política institucionalizada. El cambio en el sistema electoral, el aumento en los escaños parlamentarios (tanto en la Cámara como en el Senado), la dispersión relativa de las fuerzas políticas, la descomposición del bloque gobernante y la emergencia de una nueva coalición política, son el caldo de cultivo para el surgimiento de una geografía política. He aquí la relevancia de las próximas elecciones.
En una perspectiva de mediano plazo, es un hecho que el principal desafío que enfrentará el próximo Gobierno –cualquiera sea la fuerza política que llegue a la conducción ejecutiva– será el de mantener la gobernabilidad del país. Ciertamente, no basta con una elección para revertir los signos de agotamiento de un modelo de sociedad que adolece de fallas sistémicas.
La más evidente: la crisis de representatividad de nuestro sistema político, fenómeno que empieza a sedimentarse como una institución de la república. La más profunda de todas: la madurez alcanzada por el modelo, fenómeno que comienza a mostrar sus “arrugas” mediante la proliferación de variadas “externalidades negativas”, que exigen cambios mucho más audaces que un mero progresismo limitado en materia reformista (el devenir de la reforma al sistema de pensiones como resultado de la emergencia del movimiento No + AFP es un claro signo de esta situación). Corregir estas fallas sistémicas representa un desafío, más que político y económico, histórico.
En el contexto más inmediato y más allá de los dilemas que enfrentarán tanto el próximo Gobierno como la sociedad en su conjunto, las fuerzas políticas que competirán en los próximos comicios ultiman sus orientaciones tácticas y estratégicas en la recta final de la campaña.
La derecha política
Para la derecha política alineada detrás de la candidatura de Sebastián Piñera, la relevancia de las próximas elecciones se condice con un escenario de baja participación que resulta extremadamente beneficioso para sus aspiraciones.
La fórmula es simple: mientras más desencanto reine en el ambiente y menos población se levante a votar, más apabullante será la victoria. Ascanio Cavallo ha retratado adecuadamente desde su tribuna en La Tercera el predominio que alcanzaría la derecha de consolidarse este escenario: “Piñera, nada humilde, ha requerido a su coalición que obtenga 78 diputados (sobre 155) y 14 senadores (sobre 23), lo que le daría la mayoría absoluta en ambas cámaras, una posición de ventaja que solo se les brindó a Frei Montalva en 1965 y a Bachelet en 2013, pero que no ha sucedido en un siglo a favor de la derecha”. La lista unitaria alcanzada por Chile Vamos probabiliza este eventual predominio, en el entendido de que el nuevo sistema electoral premia la unidad de las listas por sobre la fragmentación.
En resumidas cuentas, la regresión neoliberal se encuentra a la vuelta de la esquina. Incluso, se da el lujo de retornar con un apéndice ultraconservador y promercado, el cual puede llegar a obtener la no despreciable suma de 3% o 4%, cuestión que aleja a José Antonio Kast del nivel testimonial, convirtiéndolo en un actor con cierta capacidad negociadora de cara a la segunda vuelta presidencial.
La centroizquierda transicional
Por su parte, la descomposición de la coalición política gobernante –sin duda un acontecimiento de primer orden para dar cuenta del Gobierno de la Nueva Mayoría y del momento político que vive el país– tiene dos caras. Por un lado, la Democracia Cristiana; por el otro, la Fuerza de la Mayoría.
En el primer caso, la decisión falangista de descartar la primaria y llegar a primera vuelta con Carolina Goic, no solo se encontraba gatillada por la segura subordinación que tendría la DC detrás de la candidatura de Alejandro Guillier, en el caso de que la senadora compitiera en las primarias presidenciales. En un sentido más profundo, la decisión democratacristiana de separar aguas con la Nueva Mayoría –a pesar de que pactó en términos parlamentarios con su extremo izquierdo– pasa por una suerte de ‘conciencia’ del período político que se avecina.
La DC se convertirá progresivamente en un partido jibarizado que buscará perpetuarse en las posiciones de poder que ha conquistado durante el proceso transicional. La fragmentación del sistema le permite ser una minoría activa con capacidad negociadora, sobre todo, en un cuadro político en el que probablemente no habrá un predominio absoluto de una fuerza política por sobre otras (en particular, en la Cámara) y en donde es probable que la derecha vuelva al poder gubernamental. Por todo esto es que a la DC no le importa salir cuarta en las presidenciales (salir en una quinta posición ya sería un problema, aunque no demasiado grave). Alcanzar la barrera de los dos dígitos es el mínimo esperado en esta materia.
En el caso de la Fuerza de la Mayoría, el principal desafío del pacto que compone el PS-PR-PPD-PC, no es ganar siquiera la elección en materia presidencial. El estancamiento de Alejandro Guillier en las encuestas y el derrotismo que comienza a cundir en las huestes partidarias que sustentan dicha candidatura, parecieran avalar esta lectura. Incluso, de alcanzar la segunda vuelta, la posibilidad de que Guillier alcance la victoria pasa por aglutinar la “votación dispersa” que irá de Beatriz Sánchez a Carolina Goic, pasando por Marco Enríquez-Ominami y Alejandro Navarro –es poco probable que los votos que obtenga Eduardo Artés sean endosados a otro(a) competidor(a)–. En el caso de que Guillier pase a segunda vuelta, convocar al electorado de las dos primeras candidatas (Sánchez, Goic) será mucho más complejo que en el caso de los candidatos mencionados (ME-O, Navarro).
De este modo, el desafío inconfesado de la Fuerza de la Mayoría es evitar el ‘sorpasso’ (adelantamiento) del Frente Amplio en la carrera presidencial. De repetirse la oposición política que observamos en primarias, vale decir, de una pugna -esta vez directa– entre Chile Vamos y el Frente Amplio, los síntomas de descomposición y contradicción del grupo heredero de la Nueva Mayoría no harán más que agudizarse. Con todo, es un hecho que la presencia parlamentaria de la Fuerza de la Mayoría alcanzará la segunda posición después de Chile Vamos. En la Cámara, este pacto debería alcanzar un tercio de la nueva composición (al menos 50 de 155).
Frente Amplio
En términos electorales, para el Frente Amplio el principal desafío no está en alcanzar la conducción ejecutiva por medio de la victoria presidencial, sino en conseguir una fuerza electoral y parlamentaria mínima que permita al naciente bloque llegar al Congreso con una bancada que exprese la versatilidad de su composición organizativa.
En el escenario posterior al 19-N, deberá demostrar que es mucho más que un mero pacto electoral, proyectándose como la coalición que devendrá en fuerza política mayoritaria en la próxima década, mediante la construcción de un proyecto distinto al eje político transicional representado por la derecha y la centroizquierda.
Tras “la batalla por el distrito 10”, el alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, sintetizó adecuadamente este último desafío en una sugerente entrevista otorgada a El Mercurio: “El patrón de éxito no está dado por un tema simplemente electoral, sino en cuántos comunales frenteamplistas quedan constituidos en 2018, cuántos procesos sociales o conflictos se han dinamizado en los territorios, cuántos nuevos liderazgos han surgido, cuánta democracia e institucionalidad interna fortalecida tiene el Frente Amplio, cuánto avanzamos en la propuesta de sociedad que tenemos para el país”. Sin duda, la realización del plebiscito programático llevado a cabo por el Frente Amplio durante estos días y la participación que registre en esta última etapa del proceso, constituirán un aprendizaje importante dentro del quehacer político del naciente conglomerado.
No obstante aquello, la principal prueba de fuego para el Frente Amplio estará en el modo en que resuelva el escenario poselectoral. En este sentido, zanjar anticipadamente la decisión que ha de adoptarse de cara a la segunda vuelta presidencial, sin conocer los resultados exactos que tendrá el 19-N, no parece ser una medida acertada, a pesar de la potente señal democrática que significaría resolver mediante vía plebiscitaria este dilema. La instalación de temas que pueda proponer el Frente Amplio en un contexto de segunda vuelta, ya sea desde una posición dominante o subordinada, impide adelantar una definición de esta naturaleza.
Junto a ello, un dilema importante que deberá enfrentar dicho conglomerado en el escenario poselectoral, será evitar que las organizaciones que lleguen al Parlamento hegemonicen por completo la conducción del Frente Amplio, excluyendo del ámbito decisional tanto a las fuerzas políticas que no hayan alcanzado representación parlamentaria como a las(os) independientes frenteamplistas.
Por lo pronto y más allá de los desafíos que impone el escenario preelectoral a las distintas fuerzas políticas, nos disponemos a observar cómo decanta el tablero político a dos meses de los comicios más relevantes de las últimas décadas. Mucho se juega en la parte final de este año. (El Mostrador)
Andrés Cabrera