Hay cosas del proyecto constitucional con las que estoy en franco y total desacuerdo. Con otras, concuerdo plenamente. He oído y leído objeciones agudas, que comparto. Hay momentos que podrían potenciar la judicialización, efecto no buscado. Es un texto detallista aquí y declaratorio más que normativo allá. No tiene la prosa cristalina, escueta y tersa de la del 33 y del 25, que suele ser la de las constituciones de las democracias sólidas. Sobre todo, no se logró un arco amplio de apoyo como queríamos todos. Duele.
Pero hay también críticas que adivinan intenciones ocultas y protervas, e interpretaciones rebuscadas —posibles pero no plausibles—. Otras presidencializan la cuestión. Pienso que el proyecto acoge, con pragmatismo, muy sentidas demandas ciudadanas, y es más abierto y flexible de lo que muchos creen. Por algo los dardos vienen de la izquierda y parte de la derecha.
Los chilenos nos empobrecemos. Después de años de crecimiento —nos acostumbramos a él— caímos a un pantano. El PIB per cápita se trancó hace una década. Robos, atracos, asesinatos y narcos nos asedian. Pero prima la suspicacia y cuesta demasiado tomar decisiones. No se sale de este pantano con las mismas reglas. Continuar así es seguir hundiéndonos.
Si gana el En contra rige la cambiada y ya muy cambiable Constitución del 80. No será como la otra vez. No habrá ahora una nueva y tercera asamblea constituyente. Habrá parlamentarios que tomen el asunto en sus manos. ¿Reformar la Constitución concebida en la dictadura borra este pecado original? Es lo que se pensó en el plebiscito de 1989. Un 86% aprobó su reforma consensuada entre gobierno y oposición. Y no ocurrió. Es el hecho. Es lo que se pensó con las reformas de 2005. El texto lleva la firma del Presidente Lagos. Y no ocurrió. A poco andar, los mismos que propiciaron esas reformas apoyaron una asamblea constituyente. Es el hecho. La exigencia de una asamblea constituyente renacerá pasado mañana: es lo más democrático.
Mientras tanto, ¿seguir amononando la criatura de la dictadura? ¿Manufacturar en el propio Congreso una Constitución firmada por el Presidente Boric? Ambas alternativas resultan sumamente distintas a reformar en esa sede una Constitución nacida de los representantes que el pueblo eligió para esa misión. Hay un mundo de diferencia entre ambas situaciones. Ocurre que, por desgracia, el Congreso es, en todas las encuestas, una de las instituciones menos prestigiadas del país. La bronca en contra de la élite política es cosa viva.
Por otra parte, hay materias en las que el Parlamento es juez y parte. Sucede con el sistema político. Es la razón de ser de las asambleas constitucionales. El propio Congreso, con generosidad y realismo, lo reconoció, en la práctica, al habilitar el proceso constitucional que estamos viviendo. En el caso de los principios electorales, los conflictos de interés son insalvables. En general, como es comprensible, no se puede pedir a los parlamentarios que introduzcan reglas que perjudiquen sus intereses electorales. Aunque sean beneficiosas para el país.
¿No nos está acogotando la extrema fragmentación política? ¿Puede funcionar bien algún régimen político con veintidós partidos en el Parlamento? ¿No sentimos su impotencia? Las negociaciones parlamentarias se eternizan, los costos de transacción se disparan, la racionalidad se diluye. El fraccionamiento nutre la polarización. Puede conducir a la ingobernabilidad que llama al tirano. Riesgo mayor es que surja un caudillo populista y autoritario que barra con los partidos. ¿Cruzarse de brazos, esperar?
Es tanto lo que depende del sistema político. Es la llave que abre y cierra puertas. Es el cerebro de una Constitución. La propuesta recoge de la Comisión Experta el umbral del 5% para que los partidos lleguen al Parlamento. Esto ha funcionado en Alemania. Más: aborda los dos parámetros institucionales decisivos para disminuir el número de listas electorales (Shugart y Taagepera, 2017). Se reduce el número de parlamentarios y el máximo de representantes por distrito baja de ocho a seis. Habrá, probablemente, tres o cuatro listas electorales. Varias de ellas agruparán a varios partidos. Es esperable que tiendan a permanecer esas alianzas en el Congreso. Se necesitará un mayor caudal de votos para ser parlamentario.
El redistritaje se encomienda a Servel, organismo técnico y autónomo. La volatilidad del electorado hace imposible anticipar quiénes serán favorecidos (ver Bunker y Fontaine, “Menos parlamentarios: ¿Ignorancia del pueblo”, en El Mostrador, 7/10/23). Además, el parlamentario elegido por un partido, si renuncia, pierde el escaño. Se avanza en la democracia interna de los partidos y hay iniciativa popular de ley.
Son reformas moderadas, razonables, sustantivas (aunque no suficientes). Mejoran la gobernabilidad. Es muy difícil que el Congreso apruebe normas de esta naturaleza. Ni qué decir otras más drásticas, como la prohibición de pactos electorales.
Votar “a favor” o “en contra” en el plebiscito es una decisión política. Hay que imaginar circunstancias y comportamientos futuros, y sopesar las probables consecuencias de cada opción pensando en Chile.
El proyecto tiene virtudes y tiene fallas. Sí. Estas deben ser corregidas pronto. Pero haciendo las sumas y las restas salta a la vista que, uno, sus dispositivos ayudan a la gobernabilidad y, dos, sus propuestas surgieron de los representantes que el pueblo de Chile eligió para escribir una nueva Constitución. Y eso para mí pesa más. (El Mercurio)
Arturo Fontaine
Universidad Adolfo Ibáñez y U. de Chile