El brusco cambio de canciller en Argentina, motivado por el apoyo a una resolución muy retórica y formalista de la Asamblea General de la ONU acerca del embargo comercial (“bloqueo”) a Cuba, ha sido un tema comunicacional en nuestra América y en la política contingente porteña. El Presidente Milei, fiel a esa parte de showman que revela su estilo político, pretendía reconfigurar lo que consideraba un error en una demostración de principio.
Sin tomar mortalmente en serio las declaraciones condenatorias de ese organismo, que tantas veces ejerce desvergonzado doble estándar, y sin considerar que hubiera ninguna necesidad, ni estratégica ni de principios, de solidarizar con el régimen de los Castro (o lo que queda de él), hay que añadir que esa condena posee una carga de teatralidad que contribuye a la ineficacia de la misma ONU. La condena al embargo norteamericano fue un mero ejercicio de renovación moral para sentirse bien.
Otra cosa es que los embargos indefinidos sean política y moralmente justificados. Afectan más a las poblaciones que a los gobiernos que se pretende castigar. Los embargos poseen la paradoja de fortalecer a gobiernos duros, indiferentes a los sufrimientos de su población, y que les dan un halo de legitimidad, como aquello de “guerra contra el imperio”, que no ha dejado de otorgarle oxígeno al régimen de los Castro (para qué decir Corea del Norte, un extremo). En el largo plazo dañan un futuro proceso de democratización —cuando este es posible—, ya que dejan una tierra baldía (temo que esto sea el caso de la sufrida Cuba), pero sin que hayan tocado al interés supremo del hombre fuerte: sobrevivir en el poder hasta donde se pueda. Si, como lo propiciaba un fuerte lobby de países principalmente totalitarios, entonces de gran influjo en la ONU, hubiese habido un embargo de castigo a Chile en los 1970 y 1980, ello habría hecho imposible la modernización económica, para no hablar de la viabilidad del país. Estas razones llevan a rechazar el embargo a Cuba —legítimo en su origen—, aunque hay varias maneras de expresarlo. Ante el hecho de que un país haya estado bajo la férula de dos hermanos por 60 años, lo que es una anomalía moral y políticamente inaceptable, bastaría una abstención para marcar el punto.
Las consecuencias deducidas por Milei merecen dos observaciones. Una, que fue acompañada de un llamado a alinearse al funcionariado de carrera. Si se trata de obedecer lineamientos del Ejecutivo, ello es normal en cualquier democracia; si se trata de crear una guardia pretoriana, es invitar a una parcelación temporal de la administración pública, que cambiará con nuevos gobiernos —y según la experiencia argentina y de muchas partes, en eterno zig-zag—, donde es el país el que pierde.
La siguiente observación es que se justifica porque su política exterior es consolidar una alianza con EE.UU. e Israel, lo que aparece como meta excesivamente rotunda. Chile mismo en seguridad depende en parte de la tecnología israelí, pero ello no modifica o no debería modificar su neutralidad ante el conflicto, y tampoco inhibirse de criticar excesos de una u otra parte. Además, Israel por muchas razones es una sociedad guerrera, hipotecada por el conflicto del Medio Oriente, y ninguno de nuestros países tendría razones para involucrarse en ello, salvo una eventual e improbable intermediación. Nuestros intereses deberían estar orientados, principal aunque no exclusivamente, a las democracias desarrolladas. La coordinación estratégica entre estas es fundamental para el equilibrio global y la supervivencia de la democracia, lo que está en el interés de todos los países latinoamericanos. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois