¿Será porque la local se ha vuelto aburridamente predecible, siempre bajo un mismo marco rígido de posiciones y abocada a cuestiones procedimentales y de corto plazo, o será porque los procesos que se han desatado en otras naciones son simplemente fascinantes? Como sea, tengo la impresión de que cada vez estamos prestando más atención a la política en otras latitudes: Argentina, Israel y Palestina, Francia, España, Reino Unido, y por cierto Estados Unidos, cuyas rocambolescas elecciones tienen al mundo en un hilo.
Los avances tecnológicos, las mutaciones en las estructuras y prácticas sociales (trabajo y familia, entre otros), y la percepción de que la vida se desenvuelve más rápido, con menos tiempo para el ocio y la reflexión, han vuelto a poner en el tapete la tesis de la aceleración de la historia, tan vieja como la historia misma. Hasta no hace mucho la política y sus instituciones se presentaban ajenas y hasta resistentes a los cambios de ritmo. Hoy en cambio, en muchos países, ellas son un percutor del desenfreno. “Solo se vive una vez, pero si lo haces bien, una vez es suficiente”. La frase es de El Ruletista, la breve novela del rumano Mircea Cãrtãrescu, que cuenta la historia de un adicto a la ruleta rusa. Es la máxima de la política de estos tiempos, que perdió el temor a la apuesta, al riesgo, el ensayo y error.
El ejemplo más ilustrativo proviene curiosamente de un país que tomábamos por parsimonioso. El Presidente Macron, consultando a su almohada, disolvió la Asamblea Nacional con el fin de provocar un “big-bang” de los alineamientos políticos tradicionales, cuya decantación aún nadie logra visualizar. Pedro Sánchez, un sobreviviente de misiones imposibles, lo ha hecho a menudo. Meloni y Le Pen se propusieron dotar de un cariz moderado a partidos claramente anclados en la ultraderecha: contra todo pronóstico lo lograron, ampliando su radio de votación. Ni qué decir Trump, cuya fuerza y atractivo provienen precisamente de ser un ruletista impenitente y grosero, frente al cual sus rivales se ven débiles, desconcertados.
La política en tiempos de aceleración descansa en dos recursos: símbolos y líderes. No hay tiempo ni concentración para las narrativas de otrora, sea en su forma de programas a los que se juraba fidelidad perpetua, sea de relatos cargados de grandilocuencia y poesía. El mensaje está en el símbolo, esa figura que encarna de forma poderosa y fulgurante significados complejos muchas veces no verbalizables. Un acto, una reacción, un logro tangible, vale por mil palabras.
La aceleración multiplica los accidentes. Para encararlos es clave el piloto, el líder. Las estructuras, las organizaciones y las burocracias pasan a un segundo plano. Del líder importa su carácter, el cual se forma y evoluciona a lo largo del tiempo; pero importa aún más su temperamento, esa capacidad innata, casi biológica, de reaccionar adecuadamente a situaciones de estrés o conflicto. Todo se juega en nanosegundos; en un gesto, un guiño, una palabra, un lapsus. La performance es el contenido.
Milei eso lo sabe muy bien y lo explota a su gusto. Ni qué decir Trump, cuando a punto de entrar al sueño eterno, con el rostro ensangrentado, levanta desafiante el puño para dar el mensaje de que no se rinde. Biden es de otro tiempo. Currículum perfecto, discurso impecable, gobierno OK, pero su performance no comunica temperamento. Pero no hay que ser Trump o Milei o Netanyahu. Keir Starmer, el recién electo premier de Gran Bretaña, aunque no brilla ni llega precedido de una avalancha electoral, en base a gestos y símbolos ha derrotado al radicalismo que se había tomado al laborismo y a la frivolidad de los conservadores.
Cuando nos preguntamos, inquietos, en qué dirección está evolucionando la política local, hay que mirar con atención la aceleración que ha tomado más allá de nuestras fronteras. Podría anticipar lo que se viene. (El Mercurio)
Eugenio Tironi