Aunque no hay certeza sobre la fecha exacta, en junio celebramos los 300 años de Adam Smith (1723-1790). Nació en Kirkcaldy, Escocia. Estudió en la Universidad de Glasgow y después en Oxford, desde donde se quejaba que había mucha misa y pocas clases. El padre de la economía fue parte del fenómeno intelectual conocido como la Ilustración Escocesa. La lista de grandes intelectuales y científicos escoceses es larga. Solo basta recordar que Edimburgo era conocida como la Atenas del Norte. En esa época, Escocia la llevaba.
Adam Smith fue profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow. Dividió su curso en ética, economía política y jurisprudencia. De sus clases nace la “Teoría de los Sentimientos Morales” (TSM), que se publica en 1759. Este libro fue un éxito. Gracias a esto, fue invitado a un grand tour como mentor del duque de Buccleuch. Allí pudo conocer a los grandes de la época, incluyendo al mítico Voltaire.
Después de casi tres años regresan a Londres y, en vez de continuar enseñando en Glasgow, vuelve a su ciudad natal para trabajar durante casi diez años en su monumental “Riqueza de las Naciones” (RN). Finalmente aparece el emblemático año 1776. Y su mejor amigo, David Hume, alcanza a leerla antes de morir.
Este libro, muy citado y poco leído, da un giro radical a lo que se pensaba en ese entonces sobre economía. El mercantilismo estaba en boga. Un país era rico mientras más oro y plata tuviera. O sea, la riqueza de un país, al igual que la de una persona, se determinaba por la cantidad de dinero. Para ello había que promover el superávit comercial aumentando las exportaciones y gravando las importaciones. Smith tenía claro que estas políticas beneficiaban a los monopolios. Y a unos pocos.
Para Smith, la riqueza de una nación estaba en el trabajo productivo, en el potencial de las personas. Por eso defiende el libre comercio y la libertad para poder llevar adelante nuestros proyectos. No debe sorprendernos que el foco de RN esté en los más pobres, que, en los albores de la revolución industrial, eran la gran mayoría.
El destino de su “Teoría de los Sentimientos Morales” fue distinto. TSM fue olvidada o, mejor dicho, ignorada. Para los economistas, era solo un pasatiempo del padre de la economía. Y para algunos filósofos, un libro menor, un fútil precursor del utilitarismo. Estaban equivocados. A partir de la década de 1980 se ha producido un explosivo y creciente interés por este libro. Los filósofos se admiran por su profundidad. Y algunos economistas han aquilatado el verdadero legado del padre de la economía.
Amartya Sen fue uno de esos pioneros. El Premio Nobel de 1998 tempranamente vio la importancia de TSM. Su influencia fue clave para el desarrollo del capability approach. Vernon Smith, el padre de experimental economics (Premio Nobel 2002), es un sofisticado conocedor de Adam Smith. Y Richard Thaler, Premio Nobel del 2017, admite una y otra vez la importancia de Smith en behavioral economics. En cierta medida, la economía vuelve a sus raíces.
En estos tiempos donde abundan la intolerancia y la incapacidad para entender a las personas en su contexto, Hume ha sido cancelado por un pie de página y una carta. Rousseau y Kant tampoco escapan con sus abiertos comentarios racistas. En cambio, la figura de Smith, el padre del plan liberal de la “igualdad, libertad y justicia”, crece.
Al contemplar la estatua de Adam Smith en el Royal Mile de Edimburgo, sorprende su mirada seria y distante. Uno se imagina a le bon Hume conversando y riéndose, y recuerda cómo le reclamaba a su amigo Adam Smith por permanecer aislado en Kirkcaldy sin siquiera escribirle. Smith era más serio, quizá más fome o menos sociable. Pero su legado ha sobrevivido y madurado con dignidad. Su estatua permanece ahí, incólume. Y los principios liberales siguen siendo la “igualdad, libertad y justicia”. (El Mercurio)
Leonidas Montes