“El sector ha oscilado entre dos alternativas, igualmente perniciosas: o bien asume una actitud puramente antagónica y negativa, o bien asume acríticamente los ejes conceptuales del adversario”. Así describía a la derecha Daniel Mansuy ya en 2016, en un libro que acaba de ser reeditado por Tajamar Editores y el IES. Que la frase pudiera ser escrita este año (o este mes, o esta semana) es muy sintomático de varios problemas, que urge enfrentar.
El primero y más obvio es que el desfonde actual es de larga data. Es indudable que el Ejecutivo desperdició una oportunidad única —ahí quedaron la histórica votación del balotaje, la promesa de la clase media protegida y tantas otras cosas—, pero las dificultades no comienzan ni terminan con el piñerismo. Si bien La Moneda y el presidente mismo han cometido innumerables errores, estos simplemente reflejan los puntos ciegos de la derecha posdictadura. Mal que nos pese, ella nunca se tomó en serio la necesidad de adaptar el orden de la transición: “no le hagan el juego a la izquierda”, se replicaba expresa o soterradamente ante la más mínima crítica. Los resultados saltan a la vista.
Pero más importante que el inventario de las responsabilidades pasadas es evitar esta clase de tropiezos ante los desafíos venideros. En rigor, se requiere un cambio de actitud y de mentalidad por parte del oficialismo, especialmente considerando que estamos ad portas de las elecciones presidenciales y de un proceso constituyente que marcará al país por varias décadas. Es verdad que la pandemia y sus efectos económicos han sido brutales. Y también es verdad que significativas facciones de la oposición están poseídas por decadentes pasiones antidemocráticas (basta mirar a su reciente candidato presidencial). Sin embargo, ni esos ni otros obstáculos modificarán el dato político del momento: nuestra sociedad espera cambios muy profundos, y quien sea capaz de conducirlos es quien dibujará las coordenadas del Chile del futuro.
¿Qué significa lo anterior, en concreto? Por ejemplo, que Chile probablemente transitará hacia algún tipo de Estado social. Que esto sea (o no) compatible con lógicas subsidiarias y con espacios de cooperación público-privada, dependerá de planteamientos robustos y propositivos que orienten la discusión en esa línea. Otro tanto ocurre con la participación política. Desde luego es crucial revitalizar las instituciones representativas y, por tanto, terminar con el bloqueo del sistema (lo que nos obligará a revisar el sistema electoral). Sin embargo, las críticas al régimen democrático y las demandas por mayores espacios de participación inevitablemente tendrán consecuencias. Que ellas se traduzcan en saludables complementos a los mecanismos tradicionales o en inviables intentos de democracia directa dependerá, nuevamente, de las propuestas disponibles.
Nada de esto es demasiado novedoso. Comentando la crisis de los años veinte y su superación, el célebre historiador Mario Góngora sugería que la virtud política de Alessandri e Ibáñez —más allá de cualquier defecto— fue saber incorporar “el proletariado y las bajas clases medias al Estado”. No se trataba sólo de un imperativo de justicia. Góngora comprendía que así “frenaban la lucha de clases y la revolución social”, que ese era “el gran medio de contraer el avance del socialismo revolucionario”. Aunque no era necesario esperar un estallido social ni el alza de Daniel Jadue en las encuestas, más vale tarde que nunca. (DF)
Claudio Alvarado R.
Director Ejecutivo del IES