La generación de mis abuelos nació cuando las calles y caminos de Chile eran de tierra, oscuros de noche y contaban con acequias a la vista. Solo unas pocas calles urbanas eran modernas, cubiertas de adoquines e iluminadas por lámparas a gas. Excepto por unos pocos visionarios, esa generación no imaginó que le tocaría vivir la llegada del hombre a la Luna, ni menos que la vería en vivo y en directo por televisión, vía satélite. ¡Impresionante!
Cuento lo anterior a propósito del cambio que ha tenido la agricultura chilena para los “baby boomers” (los nacidos entre 1946 y 1964). A fines de los años 1960 se asociaba a términos como servilismo, pobreza, alcoholismo, mortalidad infantil, y así. Las estadísticas económicas del sector eran francamente malas. La pobreza urbana, en tanto, era la consecuencia directa de la migración campo-ciudad.
Hoy, en cambio, el panorama es radicalmente diferente, pese a que aún quedan focos de pobreza en zonas de secano y La Araucanía. La cobertura de electricidad, agua potable y telefonía celular en el área rural es equivalente al promedio de la OCDE, con todo lo que ello implica para efectos de la incorporación a la tecnología de punta. Las fronteras agrícolas se han desplazado notoriamente. Por ejemplo, la industria vinífera se extiende hoy desde el valle de Limarí al valle del Itata. La industria frutícola, que hasta no hace mucho llegaba hasta Curicó, se ha expandido hasta las regiones de Ñuble y Biobío, y más al sur aún si incorporamos los berries. La calidad de la carne de res chilena ha mejorado notablemente, y ya no se nota la diferencia de antes respecto de la carne argentina.
¡Quién lo hubiera dicho! Pero lo más notable es en el sector frutícola, donde Chile ya es un referente mundial en tecnología. La rápida adaptación a los cambios en los mercados internacionales y la cadena, desde la cosecha en Chile hasta la venta minorista en el resto del mundo, es uno de los pocos ejemplos exitosos de un ecosistema chileno que funciona. El paro de los estibadores eventuales fue sorpresivo, pero, a la vez, demostró el compromiso de todos los intervinientes para evitar que se repita en el futuro.
Pero hay desafíos pendientes de esta modernidad. Quizás el más importante es la ausencia de una política de Estado, más allá de la simple represión, para lograr una buena convivencia de la industria forestal con los pueblos originarios. ¿Por qué no aprender de las experiencias exitosas de otros países? ¿Por qué hay países donde el Estado y los privados han logrado construir ecosistemas exitosos en la industria vinífera y en la de lácteos? ¿Por qué no en Chile, si tenemos todo para hacerlo?
Pero, en una mirada larga, estos desafíos y los avances logrados han colocado a la agricultura quizás como el sector productivo más moderno del Chile actual. Algo impensable hace no mucho tiempo. La distancia entre la agricultura de fines de los ’60 y la actual es como la de la vida en Chile a fines del Siglo 19 y la llegada del hombre a la Luna. Es otro mundo. Otra dimensión. (La Tercera)
Manuel Marfán