Con ese inocente nombre una treintena de alumnos de la Escuela de Ingeniería de la Universidad Católica crearon un grupo de whatsapp para copiar en una prueba del curso de Electricidad y Magnetismo en mayo del año pasado. Al conocerse el incidente, el Centro de Alumnos condenó los hechos. Pero cuando a fines de la semana pasada, una vez concluido el sumario, el vicerrector académico informó que se habían aplicado sanciones reglamentarias a 19 alumnos y que estas iban desde la amonestación a la suspensión por dos semestres, surgieron voces en contra. El presidente de la FEUC declaró que una falta como esa no justificaba que se «lapidara» a los implicados; a su vez, miembros de la Defensoría Estudiantil que asesoró a algunos de los sumariados manifestaron que se estaría utilizando la medida disciplinaria para exhibir severidad en un caso de interés mediático cuando habría alternativas más idóneas que la de «marginar» alumnos de las aulas.
Estas críticas no parecen hacerse cargo de la necesidad urgente que se advierte hoy, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, de diseñar y ejecutar políticas consistentes y enérgicas contra la deshonestidad, el plagio y las malas prácticas éticas en los estudios superiores. No se trata de que antes no hubiera copia, plagio o fraude en pruebas, trabajos y exámenes, pero es una realidad indesmentible que estas prácticas se han incrementado exponencialmente desde hace algunos años. Varios factores pueden estar influyendo: los avances de la tecnología y su amplio acceso han hecho que el típico «torpedo», ese de pequeños rollos de papel escritos con letra diminuta, y oculto entre mangas o calcetines, sea visto como una antigualla digna de museo. Además, la inmensa información que proveen las plataformas de internet induce a muchos alumnos a creer que pueden apropiarse de escritos ajenos, sin culpa alguna. A todo esto, hay que agregar que una cultura eficientista como la actual exalta el éxito fácil y mide todo por resultados, sin atender a los medios.
No extraña, entonces, que las más prestigiosas universidades extranjeras estén empeñadas en fomentar valores y principios de honestidad intelectual por medio de la implementación de políticas de lo que se ha dado en llamar «integridad académica» (academic integrity). La palabra integridad quiere denotar que la formación universitaria no puede limitarse a lo técnico y a lo científico, sino que debe ser integral y contener también las virtudes, valores y competencias éticas que permiten la plenitud de lo humano. El mismo calificativo de «íntegro» alude a una persona recta, proba, intachable.
Es evidente que las políticas de integridad académica no pueden reducirse a amenazar y fulminar castigos y que deben incluir prioritariamente medidas que permitan formar a los miembros de la comunidad en buenas prácticas de honradez, veracidad y responsabilidad. Pero tampoco debe despreciarse el instrumento sancionatorio. La medida disciplinaria, en sus diversos grados, tiene un rol importante que cumplir más allá de la retribución y disuasión; su efectiva aplicación permite que se tome conciencia de lo gravemente dañinas que son estas conductas para el desarrollo del proyecto educativo y para la misma sociedad, a la que, como hemos podido comprobar en el último tiempo, no le es indiferente que los egresados universitarios no se ciñan en el ejercicio de sus profesiones a estrictos cánones éticos.
Hay que agradecer a las autoridades de la Universidad Católica por la fortaleza y transparencia con la que han enfrentado los hechos derivados de aquel aparentemente inofensivo «almuerzo familiar». No solo muestran que están preocupadas por promover valores básicos de comportamiento leal entre sus alumnos, sino que estimulan al resto de las instituciones del sistema de educación superior a asumir, con gestos concretos, que la integridad académica es un elemento esencial de la tan demandada «educación de calidad».
Fuente: Edición Original El Mercurio
Fotografía: Emol