Se acaban de cumplir 30 años del asesinato de Jaime Guzmán, en mi recuerdo su principal motivación al formar un partido político fue que existiera una colectividad capaz de apartarse de lo que entonces se llamaba demagogia y que hoy conocemos como populismo. El fundador del gremialismo sostenía que para hacer política no se necesita engañar, ni prometer falsas ilusiones, se puede y se debe decir a los ciudadanos la verdad por dura que ella sea y, con esa actitud moral por delante lograr, tanto combatir el comunismo, como terminar con la pobreza.
Es que la demagogia había sido, en opinión de Guzmán, el cáncer que había destruido nuestra democracia y condenado a la miseria a millones de chilenos. En efecto, el siglo XX no estuvo solo marcado por las ideologías, sino también y especialmente por la degradación de la actividad parlamentaria, con un Congreso afecto a dictar leyes particulares, por ejemplo, para conceder pensiones; u otras iniciativas para completar o “borrar” lagunas previsionales y, especialmente, aprobar modificaciones que implicaban gasto público sin financiamiento, lo que fue clave en la inflación endémica que hizo crisis en el gobierno de Salvador Allende.
¿Es el populismo actual nada más que la reedición de la demagogia del siglo pasado? Pienso que no, aquel era un populismo clientelar, con rasgos presentes desde la antigua Roma; expresaba la dependencia entre el parlamentario que cubría con el manto de su poder, que protegía y beneficiaba, y una grey que le apoyaba con una incondicionalidad que evocaba la servidumbre medieval, prolongada acá mediante la sociedad agrario colonial. Izquierda y derecha por igual.
Creo, en cambio, que el populismo actual es la expresión de un rasgo de la sociedad post moderna: la incertidumbre. Vivimos con miedo al futuro, así como el trabajador de una empresa que ignora si sus dueños la venderán mañana, gatillando una fusión que lo dejará sin trabajo o una crisis económica hará quebrar a su empleador con igual resultado, los políticos se sienten abandonados a su suerte ante una masa voluble, que se informa -o desinforma- por las redes sociales, ideológicamente infiel, que actúa en un anonimato escalofriante, cuyo estado de ánimo basal es la indignación y que puede, en cualquier momento, convertir en derrotado a la primera mayoría de la elección pasada.
Vivimos así en la política de la ansiedad, con políticos que adulan y conceden, que exponen, con enfermizo voyerismo, tanto la intimidad sexual, como los más producidos sentimientos. Pero la ansiedad, esa angustia provocada por la incapacidad de controlar el propio destino, se convierte en un rasgo patológico que paraliza o impulsa al que la padece, a veces incluso hasta la autodestrucción. Por eso, cuando me dicen que nuestra política está enferma, yo respondo que sí y que necesita altas dosis de ansiolítico. (La Tercera)
Gonzalo Cordero