En los días que corren no hay mejor manera de causar una buena impresión que declararse escandalizado. Y proclamar, alzando los brazos, que estamos en una crisis sin precedentes pues se perdió la confianza en las instituciones. No creo sea así. Nada de lo que estamos viendo es sorpresa: son prácticas enquistadas en la sociedad a todos sus niveles, incluyendo la intimidad de quienes se proponen combatirlas, alimentadas por una ideología economicista para la cual no hay límites morales al mercado.
¿Quién no ha escuchado aclamar que todo cuanto conduzca a disminuir los recursos en manos del Estado es moralmente justificable? ¿Quién no sabe que eludir impuestos es una industria tan rentable que concentra las mentes más brillantes, educadas con esmero en las mejores universidades del país? ¿Quién no recuerda las voces hace apenas unos meses que reaccionaban escandalizadas ante la intención de robustecer el SII?
¿Quién no ha sido víctima de entidades que se presentan como empresas, pero son en realidad maquinarias creadas para inventar triquiñuelas destinadas a engañar a consumidores y/o accionistas, con estructuras de recompensas para sus ejecutivos y empleados orientadas a despertar la codicia y la astucia? ¿Quién no se ha topado con quienes ofrecen su acceso al Estado para identificar «oportunidades de negocio» o «valorizar» activos?
¿Quién no ha visto cómo, fruto de actividades cuyo valor social cuesta identificar, se alcanzan patrimonios que en el mundo desarrollado tomaría generaciones acumular, con niveles obscenos de lujo y despilfarro? ¿Quién no ha visto figuras que concentran tal poder económico e influencia que actúan como si fueran inmunes a cualquier control? ¿Quién no se ha visto bombardeado por campañas electorales pornográficamente dispendiosas, cuyo financiamiento no puede sino provenir de fuentes irregulares?
Nadie, en suma, puede alegar sorpresa. La novedad ha sido descubrir que el propio sistema estaba engendrando a sus sepultureros. No me refiero al proletariado de Marx, sino a los operadores y gestores; esos personajes grises que no se aparecían por la Enade, que no eran invitados a los matrimonios ni figuraban en las páginas sociales, pero eran los encargados de ejecutar la voluntad de sus mandamases bajo el principio de «hazlo, no me digas cómo». Estos, de pronto, comenzaron a sentirse mezquinamente recompensados y reconocidos vis-à-vis las fortunas y el prestigio acumulado por sus jefes y mandantes. Hasta que llegó un momento en que, enfrentados a elegir entre la lealtad y la codicia -maldito mercado-, optaron por la segunda. Esto precipitó un carnaval de traiciones y extorsiones que llegó a la prensa, y de ahí, al Ministerio Público.
La clase dirigente siempre presenta sus dificultades como un asunto del país, y sus angustias como el Apocalipsis. Cuando se ve en aprietos corre a buscar reformas institucionales, pasando por alto que las instituciones están para proteger a la ciudadanía del abuso de los poderosos, no al revés. Es lo que están haciendo los fiscales y los jueces, sin dejarse inhibir por el poder y el dinero; esto es lo que les ha ganado la admiración de la ciudadanía. Lo cual refuerza la confianza, no en la clase dirigente -admitámoslo-, pero sí en nuestras instituciones y en nuestra democracia, cuya base última es lo que estamos viendo: una justicia que es igual para todos.
En vez de proponer normas tan encomiables como inaplicables, la clase dirigente debiera comprender que las instituciones solo funcionan realmente cuando son de temer para quienes ejercen el poder, como está empezando a suceder en Chile. Que vivimos en una sociedad más compleja donde ya nadie tiene el control ni de los acontecimientos ni de los operadores. Que es hora de apretar los dientes y confiar. Como lo hace todo el mundo. (El Mercurio)