De infarto. Así se siente la elección presidencial que está definiéndose a estas horas en Argentina.
Ballotage: al todo o nada. Entre dos fanáticos, uno por el poder, el otro por la libertad. Casi nueve millones de electores que votaron a otros candidatos en la primera vuelta se definen entre dos paradojas.
La de Sergio Massa, el ministro de Economía de un país ahogado por la inflación y la crisis a todo nivel, al que respaldan los grandes empresarios. El candidato que proyecta estabilidad, cuando empezó en la derecha liberal, siguió como funcionario del kirchnerismo, luego aliado de Mauricio Macri, para llegar ahora como el elegido de Cristina Fernández y abanderado del peronismo.
O la de Javier Milei, el economista estrella de los paneles políticos más feroces (“Sin Filtros” parece aburrido al lado de “Animales Sueltos”), que irrumpió hace dos años rockeando consignas contra la casta, en un Luna Park eufórico y desbordado. El conservador al que votan los jóvenes desde La Recoleta hasta los barrios populares; el que desplazó a la coalición de centro y derecha más articulada que ha existido en Argentina en los últimos 50 años (sino en toda su historia democrática).
Uno representando al continuismo, por las fundadas dudas de que el fin de la grieta que promete Massa y la cuidada desaparición de la escena pública del kirchnerismo sean tácticas y no auténticas.
El otro encarnando al cambio, no se sabe a qué nivel de profundidad, con qué equipos, ni cuáles serán las medidas concretas que aplicaría Milei. Tampoco si podrá controlar las voces más radicales de sus filas, ni si son una amenaza real o salidas de libreto de inexpertos.
Entre los varios aprendizajes, hay dos que debieran ser especialmente interesantes para Chile.
Primero. La izquierda iberoamericana, mientras se traga el sapo de respaldar a un Massa percibido como ideológicamente ajeno, mira con estupor a Milei. Reacciona con preocupación ante su capacidad de instalar una agenda impensable en Argentina hasta hace poco, que irradia al resto de la región; y de seducir a un electorado con la economía libre y el valor del trabajo, en una sociedad que ha naturalizado una forma de vida a punta de planes sociales.
Desde López Obrador hasta Sánchez, pasando por Lula da Silva, Bachelet y Mujica, entre otros 30 líderes del “progresismo”, respaldaron esta semana al peronista. Su principal y casi único argumento: defender la democracia. Que haya pasado por una primaria y una primera vuelta perfectamente democráticas no parece un dato a considerar, para una izquierda que suele subvalorar la capacidad de elegir de las personas, salvo cuando la elegida es ella.
Pero hay algo más. Al otro lado de la cordillera se padece una inflación de más del 100% anual, el 42% de pobreza, una educación pública anémica, la imposibilidad de una vivienda propia, la captura del mundo productivo en manos de sindicatos que extorsionan; y un dramático etcétera. Sí, la democracia importa y mucho, pero cuando el resultado de sus gobiernos es desesperanza y se despide en el aeropuerto a miles de hijos y nietos que arrancan al mundo a buscar un futuro, muchos están dispuestos a correr ese riesgo.
Segundo. Lo vimos en España esta semana y podríamos verlo esta noche en Argentina. Cuando la derecha llega dividida a las elecciones, disputándose la hegemonía o acusando cobardías en un purismo forzado, la izquierda es la que gana. Las derechas tradicionales y nuevas tienen una responsabilidad con las democracias que pretenden gobernar mayor que el éxtasis de seguidores celebrando en Twitter. Veremos dentro de unas horas cuál será el camino de Argentina desde mañana. Y si la oposición vecina pudo revertir sus errores y convencer a una mayoría que el cambio sería serio y responsable. (El Mercurio)
Isabel Plá