Siempre me sorprendieron aquellos creadores occidentales, como Neruda o Picasso, que permanecieron fieles a una Unión Soviética que se empeñaba en aplastar toda creatividad.
Al comienzo fue distinto. Hacia 1918, los artistas rusos podían todavía creer que la revolución política iba a desencadenar una revolución estética. Trotsky les dio un atisbo de aliento. Pero la ilusión duró poco. Pronto se les empieza a acusar a los vanguardistas de «formalismo», y las autoridades les van imponiendo una estética más bien burguesa: la del «realismo», si bien condimentada -valga la contradicción- con euforia revolucionaria, para conformar lo que se llamará «realismo socialista».
Las reacciones de los artistas desilusionados son drásticas. En 1922, Kandinsky huye al Bauhaus, en Alemania. Y después se suicidan dos grandes poetas: Yesenin en 1925, y Mayakovsky en 1930. Al hacerlo juntan dos pecados inentendibles en el paraíso colectivista: el pesimismo y el individualismo.
Ser creador en la Rusia de aquel entonces es en realidad vivir al borde de un abismo, donde el arte roza con el terror. En los años veinte hay un salón literario presidido por Osip y Lily Brik. Ella es una belleza rusa, una musa de los poetas, en especial de Mayakovsky, su principal amante. Pero Osip, su marido, no solo es un crítico literario: increíblemente, pertenece a la Cheka, la temida policía secreta.
En la década siguiente, este salón es reemplazado por uno aun más insólito: el de Yevgenia Yezhova. Se reúnen allí figuras como Sergei Eisenstein, el gran cineasta; Leonid Utyusov, el jazzista; Isaac Babel, el cuentista de la guerra civil, y Mikhail Sholokhov, el novelista. Los dos últimos se turnan como amantes de la anfitriona. Pero lo impresionante no es eso. Es que su marido, Nikolai Yezhov, es nada menos que el jefe de la NKVD, la nefasta sucesora de la horrible Cheka. Bajo su mando, entre 1936 y 1938, es eliminada la mitad de la élite política, militar e intelectual del país; y son asesinados unos 380.000 kulaks (campesinos «ricos» que se resistían a la colectivización), unos 250.000 miembros de minorías étnicas, y un número incalculable de rusos comunes y corrientes que por alguna razón caen en desgracia. Por supuesto también termina cayendo el mismo Yezhov. Acusado por su asistente Lavrenty Beria de conspirar contra la vida de Stalin, es fusilado la noche del 3 de febrero de 1940. Una semana antes, habían ejecutado a Babel. Acusado de trotskismo, terrorismo y espionaje, su verdadera falta era su apostasía revolucionaria.
No es sorprendente que este extraño mundo haya atraído a novelistas occidentales. Tres ejemplos recientes: «Koba el terrible» (2004), el descarnado libro de Martin Amis sobre Stalin; «Prohibido entrar sin pantalones» (2013), la brillante novela sobre Mayakovsky y los Brik de Juan Bonilla, y «El ruido del tiempo», la novela de Julian Barnes sobre Shostakovich que salió este año.
Esta novela describe las concesiones que hacía Shostakovich para poder seguir componiendo. Por ejemplo confesaba en público sus supuestos errores musicales, sus desvaríos «formalistas». Pedía perdón por sus arrebatos de pesimismo. En su defensa, el narrador de Barnes sugiere que era más difícil en esa época ser cobarde que ser héroe, porque para ser héroe basta con un instante, mientras que la cobardía es para siempre. Verdad o no, es gracias a la cobardía de Shostakovich que contamos hoy con quince gloriosas sinfonías que lograron sobreponerse al terror.
No es casual que el título de la novela de Barnes es el de un libro de ensayos de Osip Mandelstam, publicado en 1925. Este gran poeta murió en 1938, en el gulag en que lo tenía Yezhov, pagando por sus instantes de heroísmo.
El Mercurio/El Mercurio