¿Qué dice la declaración?
Ante todo tiene un título que no debió ser redactado ni por un teólogo ni por un cura ni por un obispo. Debe ser la obra de un publicista. Reza lo que sigue:
«Mensaje a los católicos y pueblo de Chile ante la aprobación en primer trámite del proyecto de Ley pro aborto».
Titular así la declaración es una argucia comunicacional, una astucia de mercadeo que en vez de contribuir al debate racional del problema, lo oscurece y lo falsea. Permitir en casos calificados el aborto no es promoverlo. ; permitirlo a la mujer violada no es impulsarlo; autorizar el aborto del feto inviable no es promocionarlo. Se trata de casos moralmente inciertos en que la decisión se entrega a la madre. ¿Por qué simplificar al extremo de decir que el proyecto es pro aborto?
Llamarlo así es un engaño a los feligreses, una artimaña clerical.
La declaración continúa con una trampa: si no se acoge una nueva vida, expresa, se marchitarán otras formas de acogida.
La trampa consiste en insinuar que lo que aprobaron los diputados fue la decisión de no acoger una nueva vida. Eso no es verdad. Los diputados decidieron conferir a la mujer la decisión de mantener o no el embarazo en situaciones límite. Eso en ningún sentido es una decisión de no acoger una nueva vida. Y no lo es, desde luego, porque lo que se autoriza es el aborto de un feto que no vivirá; el aborto para salvar la vida de la madre, y el aborto del fruto de una violación. Describir esas tres situaciones como el rechazo de una nueva vida es obviamente tramposo.
El final de la declaración retrata en todas sus dimensiones el fondo de la discrepancia que mantienen los obispos en frente de este proyecto de ley.
Más que abortos -concluyen los obispos- lo que se requeriría es: «la creación de unidades de acompañamiento a las mujeres con embarazos difíciles en todos los centros de salud, de salvar siempre ambas vidas y agilizar los itinerarios de adopción».
La parte más elocuente -por lo reveladora- es la expresión «embarazos difíciles».
La frase es un disfraz para lo que, con todo rigor, deben llamarse embarazos trágicos. El proyecto de ley no trata de embarazos difíciles (esto es, embarazos que supongan meros tropiezos o dificultades que cuesta sobrellevar), sino de embarazos que ponen a la mujer ante un verdadero abismo: está en riesgo su vida y debe decidir si vive ella o el nasciturus; el feto es una vida biológicamente frustrada, inviable; lo que lleva en el vientre es fruto de una agresión sexual que quiso desproveerla de su condición de sujeto. Llamar a esas tres situaciones -acerca de las cuales se pronunciaron los diputados- «embarazos difíciles» es ocultar la verdadera índole del problema, escamotear el dilema moral y jurídico que supone.
El eufemismo de los obispos no es baladí: él revela la comprensión que tienen del sufrimiento humano y explica, en parte muy importante, la distancia de los ciudadanos hacia lo que ellos aseveran y predican. Para los obispos el sufrimiento, incluso el más indecible, el que pone a quien lo padece ante un abismo, como ocurre, es seguro, con la mujer embarazada en cualquiera de esas tres situaciones, tiene un sentido: es una ocasión para compartir la cruz de Cristo, la promesa que oculta el sufrimiento. Por eso el embarazo, incluso en situaciones como las descritas, sería solo difícil. Solo faltaría creer que detrás del sufrimiento late un sentido que alguna vez se revelará, para que lo dificultoso de la situación pueda superarse.
Todo eso, como se comprende, suena muy bien; pero lo que está bien para la doctrina que proclaman los obispos, no está necesariamente bien para el estado democrático ni para esos millones de ciudadanos que no cuentan con la coartada de la fe para transformar la tragedia de una mujer en simple dificultad. (El Mercurio-El Mostrador)