La semana pasada, la Cámara de Diputados aprobó en general un proyecto que, de aprobarse, permitiría la eutanasia en Chile. En los hechos, bajo la supuesta posibilidad de acogerse a una “muerte digna”, éste esconde realmente un asesinato (el término de la vida directamente provocada por el médico) o un suicidio asistido (la prescripción o suministro de una substancia que el paciente se autoadministra), en el mejor de los casos. En efecto, la eutanasia -o “muerte dulce”, según la etimología griega del vocablo- es una intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura o que sufre graves padecimientos físicos o sicológicos.
La principal justificación que se arguye para favorecer su legalización descansa en la autonomía de la voluntad individual: en síntesis, el individuo, estando en pleno uso de sus facultades, tendría el derecho a disponer de su vida y, por tal razón, a darle fin. Sin embargo, esta vía argumentativa resulta contradictoria, puesto que si la persona poseyera tal derecho no tendría sentido establecer requisitos adicionales para corroborar la validez de su consentimiento. En estricto rigor, ella en el ejercicio de su libertad individual podría actualizar cuando quisiese su “derecho a morir”.
La eutanasia es también imposible de sustentar desde el punto de vista de la Medicina, puesto que provocar la muerte de manera directa y deliberada no corresponde a ningún acto médico curativo o de cuidados paliativos del dolor y el sufrimiento.
De hecho, el juramento hipocrático que realiza todo médico al abrazar su profesión señala expresamente que: “a nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin”. Todavía más, una vez legalizado “el buen morir”, quien sufra un padecimiento profundo no solo deberá luchar con su enfermedad, sino también con la eventual presión de quienes lo rodeen.
Ante la perspectiva de una medida menos costosa y más expedita como la eutanasia, el enfermo deberá probarse a sí mismo y a su entorno que prefiere seguir viviendo. No obstante, simultánea, y paradójicamente, los promotores de esta iniciativa legal pretenden que la decisión del paciente, en medio de este contexto, sea de carácter plenamente libre y espontánea.
La eutanasia -tanto como una suerte de acto opuesto: el encarnizamiento terapéutico- son signos de un fuerte intento del hombre por controlar la naturaleza humana a su antojo, convirtiéndola en un material disponible para ser usado e intervenido a conveniencia o voluntad.
¿Puede, de acuerdo con la ética, existir un legítimo “derecho a la eutanasia”? Más aún, ¿es lícito que esta acción pueda llegar a ser considerada una “prestación de salud” garantizada por el Estado?
Hay poderosos motivos para pensar que no.
Con Spaemann, se puede sostener que la eutanasia es el reverso de un activismo que tiene que “hacer algo” hasta el último momento: si ya no se puede conseguir que una persona viva, entonces hay que “hacer que muera”. (La Tercera)
Álvaro Pezoa