Así no

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Como se están haciendo las cosas es imposible seguir, fue la frase elegida por el presidente de la DC para dar cuenta de la magnitud de la crisis. Algunos se frotaron las manos atisbando el quiebre que tanto han esperado. Otros lo vivimos con angustia, recordando el sustento que esta coalición de centroizquierda supo dar a 20 años de exitosos gobiernos.

La encrucijada de hacer un esfuerzo más o de iniciar el camino definitivo de demolición pendió por algunas horas de la decisión individual del ministro Burgos. Sea porque también él siente el peso de esa historia colectiva exitosa; sea porque hubo alguna explicación, gesto humano o tono de la Presidenta que lo movió, el hecho es que volvió a guardar la renuncia en sus bolsillos.

Por ahora, Burgos seguirá en su puesto y la DC mantendrá presencia y compromiso en La Moneda. Por ahora, pues depende de cómo sigan las cosas. El compromiso ha sido condicionado. Pero ¿condicionado a qué?, ¿de qué depende? La petición de cambios en el segundo piso trivializa la crisis. Todos saben que allí no está el centro del poder ni el núcleo del problema. A lo más, esa petición es la de pagar un costo visible; es como obligar a vender públicamente el sillón de don Otto.

El estilo presidencial del secretismo estuvo en la gota que rebasó el vaso, pero no es el fondo del conflicto. El problema puede radicar más en el excesivo poder que la propia coalición, en su desmedro, ha colocado en los hombros de una sola persona.

La frase de «no me conocen» dicha en tono desafiante, asumiendo como ofensa personal el ejercicio de las potestades de otros poderes del Estado igualmente legítimos, puede simbolizar bien la crisis por la que atravesamos. El problema político no consiste en escudriñar caracteres personales, sino en reconocer las condiciones objetivas que hacen posible expresiones como esa y decisiones como la del viaje en secreto. Cuando el Congreso Nacional, igualmente depositario de la soberanía popular, acepta sin chistar que la política más importante de este gobierno se resuelva en una glosa presupuestaria; cuando decide que su función no es deliberar sino apoyar, y que lo primero equivale a traición, la coalición deja de ser una fuerza política; cuando se limita tímidamente a solicitar más debate prelegislativo a puertas cerradas en vez de reclamar sus fueros de un debate público y participativo vigoroso, guiado por ella misma y de cuyos resultados se hace responsable, entonces a nadie debiera extrañar que en ese ambiente florezca un ejercicio del poder personalista.

El nuestro es un régimen presidencial exacerbado; pero nuestra tradición ha sido la de presidentes líderes de la coalición gobernante. Nuestros presidentes democráticos no se han mandado solos. Sin el esencial requisito de la firma del ministro respectivo, las órdenes presidenciales «no serán obedecidas», dice la tajante frase de nuestra Constitución Política desde antiguo, simbolizando que el poder presidencial no equivale a personalismo.

Cuando en 2010 la actual coalición de centroizquierda perdió la Presidencia y en su contra arreciaron las críticas y un cierto desprecio, perdió también la confianza en sí misma. Más que reconstituirse en el debate sincero de posiciones y proyectos, un engrudo capaz de aglutinar sólidamente fuerzas diversas, se prefirió obviarlas recurriendo a la popularidad que entonces tenía la Presidenta. La tabla de salvación es hoy el principal quebradero de cabeza. Algunos han optado por criticar los atributos personales que ayer adoraron; pero puede que en ellos no esté ni el centro del problema, ni las esperanzas de cambio. Pensar así es volver a poner todas las esperanzas en un solo ser humano.

El mal de la coalición, y en esto la DC es responsable, radica en la falta de confianza en ella misma; en no percibir que el poder que tuvo descansó tanto en un colectivo de partidos como en cada uno de los líderes que la guiaron; radicó en la responsabilidad y la franqueza con que, mucho antes de ser gobierno, se sinceraron y negociaron ardua y abiertamente sus diferencias.

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