La ministra del Interior no pudo —como quería— bailar cueca con el acuerdo de nuevo proceso constitucional cerrado. Tampoco podrá celebrarlo para el Día de Todos los Santos, y, al paso que vamos, sería arriesgado que lo pidiera como regalo navideño. Es cierto que se ha avanzado en las bases o bordes, pero aún falta por determinar quién podrá denunciar la infracción a esos límites y quién controlará su cumplimiento; definir cuántos miembros tendrá la nueva Convención; cómo se elegirán; cuál será su plazo y quorum; si habrá o no cupos reservados, cuántos y para quiénes, y la forma de elección y función que tendrán los expertos.
Si ponemos estos tiempos en la perspectiva de los 40 años, que suele esperarse que dure una Constitución, no es mucho lo que los dirigentes políticos se han tomado. Hacer bien las cosas es mejor que hacerlas rápido y mal. Pero tampoco tomarse tiempo es señal inequívoca de estarlo haciendo bien. ¿Hemos avanzado con las bases acordadas hacia una buena y nueva Constitución?
La derecha ciertamente ha ganado. Ha impuesto algunas de sus ideas fuerza como parte de los mínimos del futuro texto constitucional: la noción de que el terrorismo es contrario a los derechos humanos; que Chile es una sola nación; el listado de los emblemas nacionales; la autonomía del Banco Central; el que los derechos sociales puedan ser provistos por privados; el derecho preferente de la familia a elegir la educación de sus hijos; la mención expresa de Carabineros y de Investigaciones como fuerzas de orden, y la consagración del estado de sitio.
La pregunta es si las nuevas bases tenían alguna viabilidad política de no ser incluidas en la propuesta de una futura Convención. ¿Acaso alguien podría imaginar que la nueva Convención podría incurrir nuevamente en la demasía de reiterar que cada pueblo originario es una Nación, o de volver a suprimir el estado de sitio? ¿Acaso es imaginable que la segunda Convención podría quitar la autonomía al Banco Central, en condiciones que no se atrevió a hacerlo la primera, o de no consagrar tres poderes en el Estado, como ahora se garantiza? Se dirá que nunca está de más tomar precauciones en tan delicada materia. Está bien, pero la pregunta es si hemos avanzado en algo hacia una buena y nueva Constitución o si solo se han tomado precauciones para evitar unas demasías que no tenían ninguna posibilidad de repetirse.
¿Y qué sería una buena Constitución? Me parece que la respuesta depende del diagnóstico que tengamos de los males de la Carta Fundamental que nos rige.
A mi juicio, esos males dicen relación con un Estado débil, ineficiente, que fue y sigue siendo incapaz de enfrentar a tiempo y bien las demoras de atención en salud, la reforma al sistema de pensiones, las deficiencias en la educación pública y los abusos de algunas empresas privadas. Esas son, me parece, las principales causas del apoyo que tuvo el estallido, el que está en el origen de la búsqueda de una nueva Constitución.
Una parte muy menor de esa debilidad se debe a los límites que la Constitución vigente pone a la actividad del Estado. La mayor parte no está en esos límites constitucionales, sino en el ineficiente funcionamiento del aparato legislativo y de gobierno. Esto último también es, en alguna proporción, responsabilidad de la Constitución. Una buena Carta Fundamental debiera permitir que el Estado funcione mejor. Para lograrlo, se requiere, por ejemplo, un sistema electoral que augure que existirán unos 6 o 7 partidos con representación parlamentaria, y no más de 20, como existen hoy día; que todos ellos queden obligados a exigentes estándares de trasparencia; que la Administración Pública esté mayoritariamente integrada por funcionarios y no por personal a honorarios, como sucede ahora; pero que esos empleados públicos sí puedan ser removidos cuando no muestren eficiencia; que el proceso legislativo sea más expedito; que haya mejores incentivos para la colaboración del Gobierno y el Congreso.
La tarea prioritaria es alcanzar un diagnóstico compartido acerca de qué funcionó mal en el sistema político. La Constitución se apellida política, porque regula esa precisa actividad y es uno de los remedios para los males de la política. Nada de eso ha sido abordado.
Mientras sigamos concibiendo la Carta Fundamental como el espejo en que nos reflejamos como sociedad y no como el conjunto de reglas que disciplinan la política, no estaremos avanzando hacia una buena y nueva Constitución. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil