En estos días, Boris Johnson y su decisión de un Brexit con o sin acuerdo han estado presentes en todas las conversaciones, periódicos, programas de televisión y debates, aunque con resultados estériles, pues las posiciones están ya tomadas y las mentes cerradas a las argumentaciones contrarias. Johnson hizo una apuesta audaz: podría ganar y poner fin a los tres años de la odisea en torno al Brexit; o perderlo todo y ser recordado como el Primer Ministro de más corta duración de la historia británica. En el proceso ha desatado un enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Parlamento, ha unido y reforzado a la oposición y enajenado a los propios miembros de su coalición.
A su juicio, en reuniones recientes con los líderes europeos se habrían abierto ventanas para nuevas negociaciones con Bruselas que podrían permitirle un mejor acuerdo de salida. Para ello, necesitaba manos libres y negociar desde una posición de poder sin interferencias limitantes de la Cámara de los Comunes. Así, en una iniciativa considerada provocativa, divisiva y confrontacional, decidió suspender las sesiones del Parlamento hasta el próximo 14 de octubre. La oposición, en respuesta, aprobó la ley que prohíbe un Brexit sin acuerdo y que obliga a Johnson a rogar una vez más por una extensión; tampoco aprobó su convocatoria a elecciones generales. Peor aún, dos ministros renunciaron y 21 miembros de su propio partido, todos altamente respetados, leales, moderados y sensatos, que votaron con la oposición, fueron expulsados del Partido Conservador y privados de su derecho a postularse nuevamente.
Estando aquí, uno percibe un profundo divorcio entre la discusión ilustrada de quienes ven estos sucesos como un conflicto respecto de dónde reside la soberanía —si en los Comunes, el gobierno o directamente en el pueblo que se expresa en un referéndum—, temen por la estabilidad de las instituciones y creen que el intento de circunvalar al Parlamento es un precedente peligroso para la democracia. Y, por otra parte, una población muy desilusionada de la clase política y de un Parlamento que tiene el mandato de salir de Europa, lo quiere hacer con un acuerdo, pero tres veces rechazó aquel que, según la Comunidad, es el único disponible. Para otros, el peor escenario es un triunfo electoral de Jeremy Corbyn, quien ya tiene un programa que muchos consideran socialista extremo, expropiatorio y fatal para la economía.
¿Qué ocurrirá? ¿No será que Johnson tiene ya avanzado un acuerdo aceptable que resuelve el problema irlandés creando una zona agrícola común entre norte y sur, y una frontera en el Mar de Irlanda? ¿Estará dispuesto a acatar la ley que prohíbe un Brexit duro y solicitar una extensión cuando, de acuerdo a sus propias palabras, preferiría morir en una zanja que pedir otra prórroga que considera fútil? ¿Qué seguridad hay de que los 27 países de la Comunidad otorguen una nueva extensión una vez más? En caso de una elección próxima, ¿estarán los conservadores disponibles para una alianza con los nacionalistas de Nigel Farage, considerando que sin ellos pueden perder las elecciones? ¿Qué costo tendría y cuántos preferirían votar con los Liberales Demócratas si pensamos que muchos de los distritos tories estuvieron a favor de permanecer en Europa? A estas alturas, lo único cierto es que todo puede pasar. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz