Auge de las revueltas urbanas en América Latina

Auge de las revueltas urbanas en América Latina

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Cinco años después del estallido social en Chile, el debate sobre sus causas y consecuencias sigue abierto y profundamente divisivo. Mientras algunos lo interpretan como la expresión de una población agotada y oprimida, otros lo califican como simples actos de vandalismo. Sin embargo, una mirada más profunda revela que lo sucedido en Chile no fue un fenómeno aislado, sino parte de una tendencia regional que atraviesa América Latina.

A lo largo de la historia, América Latina ha sido escenario de constantes desafíos al poder por parte de actores sociales que buscan transformar o cuestionar el orden establecido. Desde levantamientos campesinos e indígenas en el siglo XIX hasta movimientos guerrilleros en el XX, la región ha vivido una narrativa continua de resistencia. Sin embargo, en las últimas décadas, la naturaleza y el alcance de estos conflictos han cambiado.

Hoy, ciudadanos comunes, sin recurrir a la violencia armada, toman las calles con la determinación de remover presidentes y provocar la caída de gobiernos. A diferencia de las revueltas anteriores, que solían ser sofocadas por la represión, las movilizaciones actuales tienen una capacidad inédita para crecer, ganar apoyo, influir en la agenda política y, en muchos casos, provocar la caída de presidentes y gobiernos. Mientras antes los disturbios surgían en las periferias, ahora se desarrollan en los centros urbanos, paralizando comunidades enteras.

Un antecedente clave de esta nueva ola de protestas es el Caracazo de 1989 en Venezuela, cuando miles de ciudadanos tomaron los centros urbanos en respuesta al deterioro económico. Esta protesta, sin liderazgo político o sindical, sorprendió a las autoridades. Desde entonces, han ocurrido levantamientos urbanos en Argentina (2001), Bolivia (2003), Brasil (2013), México (2014), Ecuador (2019), Chile (2019-2020), Colombia (2021), y Perú (2022).

Estos levantamientos se han consolidado como una parte central del panorama político latinoamericano, reflejando el creciente impacto de las movilizaciones populares en la configuración de las agendas políticas.

A menudo, estas protestas masivas han sido descritas como “explosiones sociales” o “estallidos”,  términos que suelen estar asociados al caos y al desorden. Sin embargo, estos eventos representan una forma más compleja y matizada de la política contenciosa. En un trabajo reciente con colegas investigadores definimos estos episodios como revueltas urbanas, e  identificamos cuatro elementos esenciales que los definen: 1) ser episodios masivos de protestas; 2) se desarrollan en los principales centros urbanos; 3) involucran a múltiples actores sin liderazgos de un único movimiento; y 4) desafían a las autoridades mediante tácticas disruptivas y violentas.

Estos episodios pueden tener un profundo impacto creativo, generando nuevos movimientos políticos, como el que lidera Gabriel Boric en Chile. Además, suelen dejar legados culturales duraderos, dando lugar a la creación de nuevos símbolos y narrativas de resistencia. No obstante, también conllevan un costo significativo: pérdida de vidas, lesiones graves (incluyendo muertes y daños oculares en manifestantes), una destrucción urbana, la erosión de la confianza pública en las fuerzas de seguridad y un riesgo constante de retrocesos democráticos.

¿Qué factores impulsan el surgimiento y expansión de estas revueltas? ¿Qué cambios han facilitado su viabilidad en la actualidad?

La expansión y difusión de las revueltas

Históricamente, la represión policial y militar en América Latina solía sofocar rápidamente las protestas masivas. Sin embargo, desde la “tercera ola de democratización”, la represión ha perdido eficacia y viabilidad política. Uno de los cambios más importantes ha sido la desmilitarización del orden interno.

A diferencia de las décadas de 1960 y 1970, cuando los militares desempeñaban un papel central en la represión, hoy su intervención ha disminuido considerablemente. Las Fuerzas Armadas ya no participan en la vida política diaria, limitando su acción a emergencias extremas. Esto ha debilitado la capacidad del Estado para reprimir disidencias y ha transformado las dinámicas políticas y sociales en la región.

La presión internacional ha sido crucial en este proceso. Desde el fin de la Guerra Fría, la comunidad internacional ha promovido estándares democráticos más altos, priorizando el respeto a los derechos humanos y el derecho a la protesta. Instrumentos como la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José, Costa Rica) y la Carta Democrática Interamericana (2001), han reforzado los compromisos de los gobiernos con la democracia y los derechos humanos. En este nuevo marco, la represión abierta se ha vuelto políticamente inviable, lo que incrementa los riesgos para los gobiernos que optan por este camino.

Paralelamente, el ascenso de una nueva clase media, con mayor acceso a educación, información y tecnología, ha empoderado a los ciudadanos, elevando su conciencia sobre sus derechos, incluido el derecho a protestar. En este contexto, la represión ya no logra silenciar la disidencia; de hecho, suele intensificar el descontento, generando un “efecto búmeran” que aumenta la simpatía pública hacia los manifestantes, erosiona la legitimidad del gobierno y moviliza a más personas. En lugar de disuadir el activismo, la violencia estatal tiende a amplificar las protestas.

En este contexto de protestas masivas e incontrolables, la responsabilidad de resolver la crisis pasa al Congreso, donde mecanismos como el juicio político o los procesos constitucionales han ganado importancia. Si bien estas herramientas han permitido que las democracias latinoamericanas sobrevivan, también han aumentado la inestabilidad del Poder Ejecutivo. A pesar de todo, las reformas políticas y los canales institucionales han permitido gestionar las crisis sin colapsos democráticos, al menos por ahora..

La paradoja de las revueltas urbanas

Explicar las revueltas urbanas en América Latina es complejo y no se puede atribuir solo a las condiciones materiales. En Chile, por ejemplo, la pobreza disminuyó significativamente entre 1990 y 2019, pero las revueltas persistieron. La región también ha experimentado un crecimiento sostenido del PIB per cápita, desde 1990, pero esto no ha detenido los levantamientos. Esta paradoja revela que las mejoras en los indicadores de bienestar no son suficientes para evitar protestas.

Junto con otros colegas, hemos identificado tres tendencias clave a nivel regional que explican estas revueltas: a) una inclusión política incompleta; b) un debilitamiento de las conexiones entre ciudadanos y élites; y c) una creciente fragmentación dentro de la sociedad civil.

La inclusión política incompleta se refiere a la brecha entre las expectativas ciudadanas y el acceso real al poder. La democratización en América Latina prometió mayor inclusión social y cultural, pero la región sigue marcada por profundas desigualdades económicas y políticas elitistas.

La insatisfacción con la democracia es creciente, según encuestas como el Barómetro de las Américas, lo que erosiona la confianza en las instituciones y debilita la legitimidad de los gobernantes. Los ciudadanos latinoamericanos perciben un acceso limitado a los derechos civiles, políticos y sociales. Sin embargo, esta percepción por sí sola no es suficiente para desencadenar protestas si aún existen canales efectivos para que los ciudadanos expresen sus quejas por medios políticos.

El debilitamiento de las conexiones entre ciudadanos y élites se manifiesta en la pérdida de fuerza del vínculo entre los votantes y los partidos políticos. En el pasado, estos vínculos eran sólidos, desde relaciones programáticas hasta clientelistas. Hoy, la participación en partidos es baja, mientras la confianza en el Congreso y el Poder Judicial se ha deteriorado.

En el siglo XXI, los sistemas de partidos en países como Chile, Perú y Bolivia se han fragmentado o han sufrido profundas reorganizaciones. La desconexión entre los ciudadanos y los partidos ha hecho que las protestas se conviertan en una vía más común de participación directa.

El tercer factor es la falta de coordinación entre las organizaciones sociales. Cuando sindicatos y movimientos sociales están cohesionados, la movilización tiende a ser más organizada y pacífica. Sin embargo, en las últimas décadas ha habido una creciente fragmentación social, lo que ha debilitado la cohesión entre actores.

Esto ha dado lugar a protestas más espontáneas e impredecibles, como las vistas en Chile, Colombia y Perú, que se han expandido a través de redes informales, sin un liderazgo claro, dejando a los gobiernos incapaces de bajar la presión desde las calles.

Cada revuelta, en última instancia, requiere de un detonante. Estos pueden variar desde políticas económicas impopulares hasta actos de represión estatal. Comprender cómo estos factores interactúan es clave para entender el escenario político actual en América Latina.

Estas revueltas, al carecer de una estructura formal, representan un fuerte desafío para gobiernos frágiles, que ven cómo se erosiona su legitimidad con cada protesta.

Los mandatarios se enfrentan a un dilema de difícil salida: apostar por la represión o generar concesiones sin contrapartes definidas. En ambos casos, se puede agravar la crisis. América Latina se encuentra, una vez más, en un umbral, oscilando entre la incertidumbre y la demanda urgente de cambio. Fortalecer la relación entre la ciudadanía y las instituciones emerge como un paso esencial para recuperar la legitimidad del sistema. Mientras esta desconexión persista, las tensiones seguirán generando chispas y, bajo las condiciones actuales, esas chispas tienen el potencial de reavivar las llamas de la movilización social. (El Mostrador)

Rodrigo Medel Sierralta