¿Es normal que un primer mandatario tenga que afirmar en dos oportunidades sucesivas que «yo no sabía»?
Así ha sucedido con la Presidenta Bachelet, quien a mediados de abril declaró que «no sabía que la empresa Caval, donde mi nuera es socia con otra persona, estaba en un negocio de esta naturaleza»; ahora ha tenido que repetir la fórmula a finales de mayo, asegurando que «nunca instruí ni fui informada de ello», respecto a la búsqueda de financiamiento en las etapas previas al inicio oficial de su campaña presidencial.
No, no es normal. La norma es que un hijo importante le cuente a su madre importante todo lo que es importante; la norma es que los colaboradores consulten con su líder las gestiones que se refieren a la jefa. Si no, no se ve qué concepto de maternidad o liderazgo tienen.
Y además, ¿es habitual una situación así en personalidades públicas de primerísimo nivel?
De ninguna manera: lo que está sucediendo es muy extraño. La confrontación entre los distintos actores públicos se había trabado siempre por ideas y acciones, por planteamientos y comportamientos referidos a la actividad política, no por cuestiones de carácter ético primario. Lo que siempre fue política avanzada, hoy es ética elemental. Es decir, hemos retrocedido a la situación de las sociedades más primarias, casi al estado de naturaleza.
Por todo lo anterior, la situación de la Presidenta es absolutamente excepcional, inaudita (¿se imagina usted a Salvador Allende afirmando algo así como «yo nunca supe»?).
Pero lo más grave de todo esto no es su carácter anormal o infrecuente, sino más bien las señales que nos indican que estamos frente a una situación terminal.
¿Por qué? Porque la Presidenta ha comprometido su palabra. No ha implicado ni a su programa, ni a sus ministros, ni a sus partidos, sino que ha dejado amarrada la verdad a su propia persona. Ha hecho la apuesta por el activo último del que dispone cada ser humano, especialmente si está en la cumbre del poder: la credibilidad de su palabra, la honradez de su nombre.
Este no es un tema en el que Bachelet pueda invocar un programa -ya suficientemente desprestigiado- ni a unos partidos -que cuentan con la mínima adhesión ciudadana- ni apoyarse en unas personas -cuya credibilidad está cada día más deteriorada. Este es un tema en el que ella ha escogido estar sola. Apela a su palabra, se protege ella sola.
La estrategia es terminal no porque Peñailillo vaya a hacer esto o lo otro para defenderse, que difícilmente lo hará (siempre hay en la izquierda una compensación oculta para beneficiar a los caídos).
La estrategia es terminal porque no hay colchón, ni tierra de nadie, ni zona intermedia que pueda proteger a Bachelet. En efecto, mientras sea lícito creer que la Presidenta ha dicho la verdad, todo irá bien, para ella, para su coalición -que tiembla porque sabe que este análisis es correcto-, incluso para los chilenos en general, que no tendríamos por qué sufrir una debacle de ingobernabilidad, por muy tontos que seamos. Y si no…
La Presidenta ha querido levantar una muralla en torno a sí misma, el muro de su palabra. Mientras alguien no demuestre lo contrario, estará segura detrás de sus afirmaciones, protegida por la necesaria buena fe que siempre se deposita en quien gana en las urnas.
Pero más allá de esa seguridad ya no hay margen para ella, porque no hay entre sus palabras y la realidad sino dos posibilidades: la verdad o la mentira.
Pocas veces un mandatario se expone de este modo, en pocas oportunidades un régimen político llega a este trance.
Una tercera declaración, un tercer «yo no sabía» -y el caso Insunza se pone de pie- agravaría más aún la situación.