Estas últimas semanas, Perú hizo noticia por dos asuntos bien positivos desde el punto de vista político. Por un lado, llevó a cabo, con una organización más que aceptable, la APEC 2024. Por otro, inauguró un megapuerto, construido con capitales, diseño y tecnología de origen chino y que está llamado a ser un nuevo hub portuario del comercio regional con Asia.
Se trata de dos asuntos muy positivos. Bastante lejos de todo lo escuchado y visto sobre Perú estos últimos años.
Hacía mucho tiempo que de ese país no provenían noticias tan llenas de optimismo. Perú mostraba una agenda saturada con encarcelamientos de presidentes, escándalos de corrupción y estruendos centrífugos de su sistema de partidos. Su clase política, ya sin convicciones, confirmó una y otra vez lo que se intuía como problema de tipo endémico; un affectio societatis muy extraviado.
Como se sabe, la fragmentación total del Parlamento y la ausencia de liderazgos políticos de largo plazo, llegó a su clímax en julio de 2021, cuando fue elegido Presidente un individuo absolutamente desprovisto de las habilidades necesarias para el cargo. Era un maestro rural, con escasas visitas a Lima, cuyo único logro real era haber organizado un paro de profesores años atrás. Se llamaba Pedro Castillo.
El desconocido Presidente bajó -literalmente- desde la sierra de Cajamarca. Quiso ponerle un toque de originalidad a su mandato y tomó decisiones bastante estrafalarias. Quiso elaborar una imagen mediática acorde a su origen. Se le ocurrió portar de manera permanente un sombrero campesino. Ante el espanto de los avezados diplomáticos de Torre Tagle, llegó con su sombrero incluso a la ONU.
Pedro Castillo fue un auténtico alien caído sobre el palacio de Pizarro en Lima.
A muy poco andar, una ola de huelgas y enfrentamientos con los demás poderes paralizaron al país. Todos se horrorizaron con sus designaciones. El grueso eran militantes de su partido Perú Libre, cercanos al temible Sendero Luminoso. Tras comprender tales excesos, renunció formalmente a aquel partido. Pero la suerte ya estaba echada. Siguiendo el designio de casi todos sus antecesores -renunciados, destituidos y procesados-, Castillo tuvo un final abrupto.
Desesperado, se parapetó en ideas que seguramente había leído o escuchado de Fidel Castro y Hugo Chávez y decidió dar un autogolpe. Ordenó disolver el Congreso nacional.
La reacción de las fuerzas vivas del país no se hizo esperar. Su aventura, propia del realismo mágico, duró poco más de año y medio. Fue capturado por su propia escolta, cuando pretendía huir. En un final digno de una película de Chaplin, pretendió asilarse en la embajada de México, cuyo Presidente, López Obrador, por alguna insondable razón, lo tenía en la más alta estima. Estas últimas semanas se supo que la fiscalía pidió para Castillo más de 30 años de prisión por abuso de autoridad, rebelión y grave perturbación pública.
Pese a la magnitud del desastre político, el Congreso (fuente de muchos males del país), optó, contra todo pronóstico, por una salida ajustada a la Constitución y las leyes. La vicepresidenta de Castillo, una abogada llamada Dina Boluarte, asumió el cargo en su reemplazo.
Para conocedores de la realidad peruana, el Congreso pareció tomar una decisión incorrecta que auguraba males mayores. Según se dijo en su momento, muchos parlamentarios se frotaban las manos ante el inminente nuevo derrumbe del gobierno. La sucesora parecía tan desconectada de la vida política del país como Castillo. Nunca se supo qué motivos tuvo el maestro rural para invitarla a ser su compañera de fórmula. Ella tampoco se preocupó de dar luces sobre el punto.
Sin embargo, la primera mujer en asumir el cargo de presidente en Perú, mostró un carácter inesperadamente férreo. Desde el día uno. Ninguno de los fatales pronósticos se cumplió.
Boluarte se asumió como una mandataria de emergencia. Lo inteligente de su accionar es haberse propuesto objetivos bien precisos, evitando los grandes relatos. Se concentró en tomar con realismo la relación Congreso/Ejecutivo, en disminuir las manifestaciones callejeras utilizando mano firme y, finalmente, en no perder de vista ese ojo crítico proveniente del extranjero.
Esto último tiene dos fuentes. Por un lado, los implacables medios de prensa, tanto nacionales e internacionales, actuando como aves carroñeras, e indagando sobre cada presunta debilidad de la Presidenta. Por otro, la tremenda hostilidad de gobiernos de México, Bolivia, Venezuela y Colombia. Un analista mexicano hizo un recuento interesante. Fue tanta la irritación de López Obrador con Boluarte, que, desde la caída de Castillo, la nombró durante sus mañaneras en 180 oportunidades y con palabras duras.
Desde otros sectores del progresismo latinoamericano le empezaron a decir “traidora”. Y claro, para el Grupo de Puebla (que el 2021, fecha cuando el binomio llegó al poder, gozaba de muy buena salud), perdió con ella el aire de familia.
La irritación del progresismo latinoamericano se fundamenta en varios puntos.
En primer lugar, Boluarte estableció una alianza real con las FF.AA. No se quedó en palabras de buena crianza hacia las tres instituciones. Sin rodeos, admitió que, el apoyo claro de las FF.AA. y las policías es imprescindible para instaurar gobernabilidad.
En segundo lugar, instaló la idea de un gobierno con expectativas acotadas. Así ha ido aprobando leyes mediante un mecanismo de mayorías circunstanciales, pactando con unos y luego con otros. Ha mostrado una perspicacia bastante desarrollada para manejar el carácter heterogéneo de los partidos. Una de las líneas de entendimiento más estable ha sido con el fujimorismo, la fuerza menos erosionada con el caos político que vive el país.
Se puede decir, además, que ha sabido lidiar con el carácter frenético de la oposición. Como se sabe, la hostilidad hacia ella ha recorrido toda clase de caminos. Periodistas y dirigentes han levantado temas críticos, basados en cuestiones muy menores, pero molestas. Que compra relojes de alta gama, que se hace operaciones de cirugía plástica, que es “oportunista” y un largo etcétera.
Chancay y la realización de APEC 2024 demuestran que Boluarte ha ido más allá de las circunstancias heredadas. Exhibe resultados concretos. Demuestra la eficacia de un liderazgo capaz de responder al asedio. Chancay y APEC 2024 son buenos ejemplos de que las expectativas acotadas son a veces exitosas. (El Líbero)
Iván Witker