Boris: una crisis envidiable

Boris: una crisis envidiable

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Tengo una amiga que cada vez que visita Chile es sorprendida por un terremoto; y ella dice que cada vez que yo vengo a Inglaterra me toca presenciar una crisis política. Y, efectivamente, la caída de Boris Johnson como líder del Partido Conservador y el próximo cese en su cargo como primer ministro, cuando finalmente se concrete la elección de su sucesor, representan una convulsión mayor. Pero mi sensación es que esta crisis es envidiable para cualquier chileno que enfrenta el prospecto de disolución de todo lo conocido, un cambio en los cimientos de la nación, un grado de polarización sin precedentes, la pérdida del menor atisbo de amistad cívica, y que debe desenvolverse en un escenario donde, con o sin fundamentos, el 4 de septiembre habrá chilenos que sentirán que lo ganan todo, mientras otros que lo pierden todo, en un juego perverso de suma cero.

No debemos minimizar los acontecimientos en el Reino Unido. Las razones por las cuales Boris Johnson perdió la confianza de sus propios ministros y parlamentarios son graves y su conducta representa una amenaza para la siempre frágil democracia, porque esta depende no solo de instituciones, sino también, y en forma muy importante, de ciertos intangibles culturales, como el respeto a las reglas y la fidelidad absoluta a la verdad.

Y Boris Johnson ha atentado precisamente contra ese precepto esencial a las creencias y los valores ingleses de que no hay peor crimen político que mentir y, peor aún, mentir al Parlamento. Hay un informe escolar de cuando Boris tenía 17 años que describe muy bien los rasgos de su personalidad aún pertinentes, que dice: “Boris se suele ofender cuando es criticado por lo que son faltas brutales a la responsabilidad. Él honestamente cree que es una mala educación muy desagradable de nuestra parte que no lo consideremos una excepción que debería estar exento de la red de obligaciones que ata al resto”.

Y hubo una acumulación de comportamientos que reflejan, por decir lo menos, una cierta ambigüedad hacia las normas y un desafío a la responsabilidad: la realización de fiestas en Downing Street durante la pandemia, violando las reglas que él mismo había impuesto al resto de la población; la negación del conocimiento previo que tuvo de actos de acoso sexual por parte de un ministro a quien nombró en un alto cargo a pesar de ello; el intento por ocultar un caso de lobby de un parlamentario cercano a él, entre otros. Todo ello ha puesto en entredicho principios tan importantes para el correcto funcionamiento de la democracia como la integridad, el honor, la confianza y la coherencia. Y claro está, en este país no basta con pedir perdón para que quienes ejercen altas responsabilidades sean absueltos de sus múltiples contradicciones o malas prácticas.

A pesar de todo ello, mi sentimiento predominante durante estos días ha sido la maravillosa sorpresa de vivir, siempre, en todos lados, en las calles, en las tiendas, en los museos, en el bus, en los restaurantes, en los parques, en los trenes, con gente extraordinariamente amable, cuyo único propósito parece ser ayudar y hacerle agradable la vida a todo el resto. Un pueblo, al parecer, sin grandes resentimientos, pero también sin grandes despliegues de arrogancia. Un reino con todos los problemas propios de los tiempos, incluida la amenaza de separatismo escocés, pero sin rabia ni odios desbordados, porque las discrepancias objetivas no traspasan las fronteras de los afectos.

¿Qué posibilidades tenemos los chilenos de reencontrarnos como hijos de una misma patria cuyo destino, sea bueno o sea malo, querámoslo o no, deberemos compartir? Por cierto, la tarea de buscar lo que nos une es más difícil cuando los disensos ideológicos son tan profundos y el porcentaje que busca “la agudización de las contradicciones” para facilitar la revolución es tan alto. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz