Si bien el que algo así haya ocurrido en el canal católico no debe llamar mucho la atención -después de todo la Iglesia Católica divulga una imagen de la mujer a la vez abnegada y subordinada, pecadora y sufriente, cuyas figuras ejemplares son María y Magdalena respectivamente-, una sociedad abierta, respetuosa de las libertades de sus miembros, no debe aceptarlo en modo alguno.
En toda la tradición liberal, la primera forma de autonomía y de propiedad es la que cada uno tiene sobre su cuerpo. Locke, por ejemplo, imaginó que la propiedad sobre el fruto del trabajo era hasta cierto punto una extensión del dominio que cada uno tenía sobre su corporalidad. Incluso en las culturas de esclavos hubo un cierto culto del cuerpo como una de las pocas formas de rescatar ese ámbito que cada uno siente como suyo y ajeno a cualquier otra voluntad.
Por eso la lectura de un informe ginecológico de esa mujer o de cualquier otra es un gravísimo atentado a un reducto de la intimidad y de la libertad que, si se atropella, deja a los seres humanos casi sin nada.
Nabila Rifo, que perdió sus ojos, se vio así victimizada por segunda vez, al padecer ahora una violación de su intimidad, una de las cosas más sagradas de los seres humanos, un coto vedado a la mirada de todos los demás, al que, sin permiso del titular, está prohibido asomarse.
Es increíble que, en momentos en los que los más jóvenes se muestran sinceramente preocupados por el acoso callejero -esa práctica en que el cuerpo y el aspecto de la mujer adquieren de pronto características de cosa a merced de cualquiera-, los funcionarios de un canal de televisión, seguramente entontecidos por su oficio cotidiano, no se dieran cuenta de la enormidad en que estaban incurriendo. Si el acoso callejero, o cualquier otro, ya es inadmisible, lo es muchísimo más la invasión de la intimidad corporal o sexual, sin importar el motivo que se esgrima para hacerlo. El carácter de víctima de Nabila no convierte su cuerpo y su sexualidad en asunto de interés público, del mismo modo que el carácter de victimario de cualquier persona no hace de su vida personal un asunto sometido al escrutinio. Ser víctima de un delito o cometerlo no convierte a nadie en mercancía o en cosa a disposición de todos.
Una sociedad abierta, respetuosa de sus miembros, no debe tolerar este tipo de abusos que socavan una de las bases de la libertad. Si los seres humanos no se reconocen recíprocamente el derecho de hacer con su cuerpo lo que les plazca -desde ponerse piercing a mantener actividades sexuales consentidas o en determinadas circunstancias practicar aborto- entonces no es la corporalidad la que se ve afectada, sino la misma libertad, porque sin soberanía sobre el propio cuerpo, sin el derecho a decidir qué hacer o no hacer con esa parte que cada uno habita, los hombres y mujeres quedan reducidos a un simple recurso a merced de otros que lo pueden usar para murmurar, entretenerse o elevar el rating, como lo hizo ese canal mientras se preparaba, qué ironía, para transmitir su programación especial de Semana Santa, donde incluso sus matinales transmitirían música sacra, vidas ejemplares, plegarias y arrepentimientos.
De nuevo en esto lo que parece mandar, y enceguecer, no es la opinión pública (esta es más bien la que condenó unánimemente el hecho) sino la opinión del público, el favor veleidoso de esas pequeñas voluntades agregadas por las encuestas, a las que gusta el morbo con lo ajeno y el halago de lo propio, y que, desde el anonimato, conforman el rating y obran, lo mismo para animadores de televisión que para políticos, como el rasero de lo que es apetecible y lo que no lo es, lo que es digno de hacer y lo que en cambio debe rechazarse.
Y lo más irónico de todo es que el controlador del canal donde todo eso ocurrió usó Twitter (un medio por supuesto reflexivo y ajeno a esos defectos) para decirles a sus empleados que no había que preocuparse solo del rating .
Para qué más.