En agosto de 2011, la presidenta de la Fech de la época, Camila Vallejo, se presentó ante el Congreso en Valparaíso. El movimiento estudiantil llevaba meses de marchas, tomas y paros y exhibía una fuerza inusitada. Sus demandas de poner fin al lucro y reformar profundamente el sistema educativo calaron en la opinión pública y desataron una crisis en el gobierno de Sebastián Piñera. Esa noche, en la Comisión de Educación del Senado, la actual vocera de gobierno dijo:
-La sociedad está clamando y está pidiendo a gritos un cambio real en el sistema educacional.
Mientras Camila Vallejo hablaba con innegable elocuencia, los senadores Isabel Allende, Juan Pablo Letelier, Ricardo Lagos Weber y Jaime Quintana, entre otros, escuchaban y tomaban nota.
El rector de la UDP, Carlos Peña, recuerda con nitidez ese momento. Para el doctor en filosofía, aquel fue un instante decidor.
-Fue un episodio muy sintomático. De pronto, en la sociedad chilena, los más viejos arribaron rápidamente y un poco desconcertados a la conclusión de que estaban equivocados y que esta novísima generación, en cualquier caso muy inteligente, era capaz de ver cosas que ellos no eran capaces de advertir. Y que había un mundo por delante que ellos no estaban viendo y que estos jóvenes, sin embargo, podían enseñarles a ver, a discernir y a resolver.
Autor de Ideas de perfil y Pensar el malestar, entre otros libros, y columnista de El Mercurio, Peña trabaja actualmente en un ensayo basado en su exitosa conferencia en Puerto de Ideas “¿Por qué importan las humanidades?”, que suma 13 mil visualizaciones en YouTube. El año pasado publicó Hijos sin padre, un ensayo donde describe y analiza con asertividad “el espíritu de una generación”, aquella nacida a fines de los 80 y principios de los 90, aquella que pasó de las marchas estudiantiles al Congreso y finalmente a La Moneda.
Para el autor, probablemente nunca antes hubo tanta distancia entre los jóvenes y los mayores. En ocasiones, dice, el horizonte de sentido y las expectativas de los nacidos en cierto mundo social son muy distintos de los formados al amparo de otro contexto social. Eventualmente, el abismo entre generaciones puede ser tal que se rompe el circuito de reproducción de la sociedad, que consiste en que los viejos transmiten a las nuevas generaciones una cierta conciencia moral, un cierto propósito de sentido, una memoria. “El extremo opuesto se produce cuando los jóvenes ya no se comunican con los más viejos y los viejos tienen que empezar a aprender de los jóvenes”.
Ese fenómeno reconoció Peña en la irrupción de la nueva generación, una juventud delineada al menos por tres elementos, dice: “Las redes sociales, la crisis de los grupos primarios de pertenencia (la familia, el barrio, la iglesia y la escuela), todas estas agencias donde uno empieza a adquirir cierta orientación normativa compartida, que hace posible la cooperación social, y la educación: estamos en presencia de la generación más escolarizada que nunca hubo en la historia de Chile”.
Sin una orientación normativa, añade, “la fuente de validez de esta generación, de sus demandas, de sus creencias, son sus convicciones subjetivas. Basta creer, sin ninguna reflexión, sin ninguna deliberación”.
En este sentido, ¿cómo ve la relación o el ejercicio del poder de esta generación?
Es una generación que fue capaz, como suele ocurrir con los jóvenes, que son muy sagaces, de detectar problemas que los más viejos, familiarizados con la realidad, agobiados por la rutina de la vida, ya no vemos. Pero esa capacidad de detectar problemas no está a la altura de la capacidad o las competencias que tienen para resolverlos. Y esta es la mezcla dramática de todo esto. Porque es una generación que ve la política como enfatizando la primera dimensión, la denuncia de los problemas, ni siquiera el diagnóstico, el diagnóstico exige algo de reflexión. Y creen entonces que basta estar convencidos de que algo es injusto para que haya que cambiarlo a cualquier costo. Esto es lo que técnicamente uno diría el abandono del principio de realidad, porque todos sabemos que la vida humana se mueve en un conflicto permanente entre el principio del placer, aquello a lo que yo aspiro y los límites de la triste y cruda realidad. Y la madurez consiste en compatibilizar ambas cosas. Eso lleva a esta generación a una concepción de la política que descuida o descuidó el principio de realidad.
Carlos Peña recuerda a Max Weber y su idea de que la política se mueve por dos principios fundamentales: “La ética de la convicción, que consiste en decir que basta que yo tenga principios buenos para obrar abrazando esos principios, así el cielo se venga abajo, o sea, sin atender a las consecuencias. Que es la moral, digámoslo así, del creyente, la moral del mártir. Y la ética de la responsabilidad, de quien tiene convicciones, pero sabe que a veces perseguir las convicciones a ciegas, sin atender a las consecuencias, puede acabar produciendo mayores males que bien. En una de sus cartas San Pablo dice ‘y sin embargo, no hago el bien que quiero, y sin embargo hago el mal que no quiero’. Esta generación debería leer esa carta para que aprenda de qué se trata la política. Hay que leer a San Pablo, que fue un gran político; San Pablo, el Lenin de la Iglesia Católica”.
¿Al Presidente Boric le faltó ese principio de realidad?
Si uno describiera fríamente al Presidente Boric, evidentemente es un presidente accidental, es un presidente a destiempo. Esta es la verdad. Todos sabemos esto. Podemos callarlo, podemos mantenernos en silencio, pero esta es la verdad. Es un presidente que no alcanzó a hacer ese aprendizaje que es tan fundamental en política, que es aprender que la realidad es tosca, que resiste nuestros deseos, que no basta tener buenas intenciones para que la política que se hace a la sombra de ella resulte, que en un mundo plural hay muchos puntos de vista que conciliar, que una cosa es la moral personal, otra cosa la vida pública o política. Bueno, todas estas cosas que ha ido aprendiendo a golpes esta generación.
¿En estos años no le parece que ha hecho un aprendizaje?
Lo que uno ve en la figura del presidente, y no cabe ninguna duda, es un cambio de conducta y de opiniones. Eso es flagrante, es evidente. La pregunta que uno tiene que hacer es si esos cambios de opinión, esos cambios en el tono de lo que se dice o de lo que se hace, pero sobre todo de lo que se dice, ¿serán fruto de una reflexión? ¿Serán la manifestación de un cambio de convicciones, fruto de un cierto discernimiento? ¿O serán, en muchas ocasiones, nada más que dictadas por el oportunismo que está dentro también de la política?
¿Pragmatismo?
No. El pragmatismo es de alguna manera el resultado de la reflexión. Los pragmáticos son gente que mirando la realidad llegan a la conclusión de que no hay manera y en consecuencia hay que modificar la concepción y el diagnóstico que tenemos de la realidad. El oportunismo no. El oportunismo mantiene incólume las convicciones, las guarda en un rincón de la propia subjetividad y se meten frases simplemente al compás de lo que la circunstancia exige. La pregunta que plantea el caso del Presidente Boric, que yo no me atrevo a responder de manera terminante, cuando uno compara la figura de hoy de él con la de la primera Convención Constitucional, y es el gran misterio que tenemos pendiente, que el futuro va a dilucidar, es si esto es fruto del oportunismo o de un discernimiento reflexivo, racional. Yo quiero creer que es lo segundo, evidentemente.
¿La izquierda que gobernó en los 70, no pecó de lo mismo, de exceso de convicción y falta de realismo?
Pero en condiciones sociales muy distintas. En 1970, cuando Allende asume la jefatura del Estado, cuando gana la Unidad Popular, Chile era muy distinto. Hablamos de una sociedad con altos niveles de pobreza, que no había logrado resolver la cuestión de la posición del proletariado; la vieja cuestión social que atraviesa todo el estado de compromiso desde el año 32 en adelante, no había logrado ser resuelta. Es una sociedad que seguía teniendo una cultura hacendal en el campo, que la reforma agraria intentaba romper. Es una sociedad que excluía a la gran mayoría, con una educación pública que algunos todavía recuerdan con inexplicable nostalgia, pero que era de minoría. Entonces, si miramos hacia atrás, ¿qué teníamos? Una sociedad que tenía instituciones políticas muy inclusivas, pero una realidad social de clases extremadamente excluyente. Era una sociedad, en los 70, lo hemos olvidado, que todos querían cambiar. La mayoría en Chile, la Unidad Popular y la Democracia Cristiana prometían una revolución. Teníamos dos tercios de personas que decían, esto no vale la pena, hay que cambiarlo de la raíz. ¿Y por qué? Porque había pobreza, porque había exclusión, había abuso, porque la gente para comprar un par de zapatos plásticos tenía que endeudarse en las zapaterías de barrio.
Si uno compara esa realidad de injusticias lacerantes que saltaban a la vista con el Chile de los 2000, son incomparables. En el Chile de los 2000 nunca había habido mayor expansión del consumo. Experiencias históricamente negadas a la mayoría -elegir colegio, cambiarse de barrio, tener automóvil, que es el bien de estatus por excelencia, acceder a las marcas, etc., todo esto que irrita a los viejos aristócratas-, todo eso es emancipador desde el punto de vista de la experiencia subjetiva. Ese es el Chile con que se encuentra Boric. Y lo que ocurre con Boric es que no es capaz de comprender, por su mismo origen de clase, creo yo, que ese fenómeno es una transformación radical en la vida personal de la mayoría de Chile.
En ese sentido, ¿el Presidente erró su diagnóstico de los 30 años?
Los 30 años de los que hablamos son la fracción de una vida humana. Tenemos grandes cantidades de gente en Chile que en el curso de su vida abrigan en su memoria un pasado proletario y hoy día una realidad de acceso al consumo, al automóvil, a la educación superior, etc. Entonces, el gran error que Boric ha cometido, pero que ha ido corrigiendo en estos años, fue verse tentado a derogar esos 30 años, presentándolos como un timo, como una estafa, como un acto de expoliación de poderosos hacia la gran mayoría. Por supuesto, el sentido psicoanalítico de todo este discurso, que es muy propio de los jóvenes, era, bueno, si estos son oprimidos, yo soy el redentor. Esta idea de una izquierda redentora, que yo he llamado El síndrome de un Techo para Chile, hace que Boric en los comienzos tenga este discurso tan radical que le enajena, creo yo, la voluntad de esa mayoría. Yo creo que la izquierda tiene que ser capaz de corregir eso.
¿Cómo describiría a la generación que accedió al poder en los 90, la generación de la Concertación?
Es una generación que no se explica sino por el trauma del Golpe, evidentemente. Pero no solo es una generación que transitó de la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad, la distinción que hacía antes. Es una generación que también modificó sus convicciones. La idea de que la democracia era una fachada, un disfraz de la dominación de clases, se abandonó. Y se dijo, no, las instituciones de la democracia tienen un valor intrínseco. Al margen de los resultados que con ellas se alcanzan, la democracia en sí misma nos permite realizar nuestra condición de personas libres e iguales, y eso es muy valioso. Ese es un cambio de convicciones radicales. Lo otro relevante de la generación que empieza a gobernar en los 90 es que recuerda que la socialdemocracia no es una traición, como se acusó a Eduard Bernstein y a otros a inicios de los 20. Creo que se aprendió que el capitalismo poseía tal poder transformador de la sociedad que un gobierno y un proyecto socialdemócrata podía lograr que eso se tradujera en bienestar para la gran mayoría. Lo que la izquierda hace es decir, bueno, hay que intentar domar el capitalismo; es el proyecto socialdemócrata: limar las patologías del capitalismo. Y el tercer rasgo es la cuestión de los derechos humanos. Es una generación que mantuvo viva la llama, el recuerdo de las víctimas de los derechos humanos. Es verdad que institucionalmente no logró castigos generales, pero hay que recordar que en política se hace lo que es posible dentro de lo que se espera. La política de lo imposible es la política de la desmesura y de la violencia, siempre.
Hay una generación intermedia…
Claro, yo la llamé la generación perdida, siguiendo a Gertrude Stein cuando le dice a Hemingway, “vosotros sois una generación perdida”. Es la generación que debió asumir el poder a fines de los 90.
¿Es una generación más cercana a la de sus padres que a los jóvenes?
Sí, es todavía una generación embebida del proyecto socialdemócrata. Muchos participaron y conocían el manejo del Estado. El caso paradigmático es Carolina Tohá, que en mi opinión es una de las políticas más brillantes que ha producido este país, sin duda, desde muy joven. Es una política culta, responsable, racional. Ella es una representante paradigmática de esta generación perdida. Perdida no en el sentido de que ellos no tengan capacidad, sino perdida en el sentido de que es una generación aplastada por esa otra generación más longeva que arrastró su vida pública hasta que el tiempo se vengó de ellos, como una manera tal vez de compensar los años perdidos del exilio y de la dictadura. Cuando esta generación perdida vio que empezaba a asomar la oportunidad, irrumpió la nueva. Y ahora es el momento de la revancha.
En su opinión, ¿cuáles son las tareas de la agenda socialdemócrata?
Yo mencionaría dos prioridades. Una es salud y pensión, porque de alguna manera cuando hablamos de salud y de pensiones estamos en presencia de experiencias universales de la vida humana. Es lo que Shakespeare llama las pedradas y las flechas del destino. A todos nos van a tocar en algún momento. A todos nos van a tocar las pedradas de la enfermedad y el destino de envejecer. Estas experiencias universales de la condición humana requieren un diseño que suponga compartir el riesgo, más de lo que Chile lo hace. No puede ser que los últimos años de la vida dependen de la trayectoria previa individual solamente. El otro gran principio que tenemos pendiente en Chile es hacer plausible para la gran mayoría el ideal meritocrático. Porque el ideal meritocrático consiste en la promesa que la sociedad hace a los más jóvenes, a los niños, a las niñas, de que tendrán tantas oportunidades y recursos en la vida como esfuerzos hagan para merecerlo. Y el gran mecanismo para hacer plausible ese ideal meritocrático es el sistema escolar. Pero, desgraciadamente, ese es el gran problema pendiente en la sociedad chilena. Nos pasamos más de una década, 15 años, hablando de este tema y hemos vuelto al punto de partida. El sistema escolar en Chile sigue siendo predominantemente un sistema estructurado al compás de la estructura de clases sociales en Chile. Y la experiencia escolar sigue siendo una experiencia reproductora de las clases. Este es el gran problema de Chile. (La Tercera)