Carlos Peña, la derecha y la democracia “iliberal”

Carlos Peña, la derecha y la democracia “iliberal”

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Hace un par de semanas, en conversación con el panel de Tolerancia Cero, Carlos Peña insistía en calificar al proyecto político republicano como una “derecha cavernaria”. A su juicio: “El proyecto político de republicanos, la manera en que se expresan, la retórica que esgrimen, los puntos de vista que defienden, en muchos aspectos son iliberales. Me parece a mí que arriesgan sacrificar o maltratar algunos logros de nuestra cultura política que yo los estimo muy valiosos para una democracia liberal”.

Dos cuestiones llaman inmediatamente la atención de sus palabras. La primera es el uso -a nuestro parecer equivocado- del concepto iliberal. La segunda, es su discurso ambivalente respecto a los méritos del ideario conservador.

Vamos con lo primero. Iliberalismo o democracia iliberal es un término acuñado por Fareed Zakaria en 1997 y hace referencia a sistemas políticos que juegan de manera mañosa con lo que se entienden como las reglas básicas del consenso democrático de la posguerra. Aunque garantizan la posibilidad de elecciones y ciertos grados de pluralidad, los regímenes iliberales, dicen sus críticos, suelen incurrir en la limitación autoritaria de derechos civiles básicos, tales como la libertad de prensa o la libertad de expresión.

Justamente estas libertades son mencionadas por el rector de la Universidad Diego Portales como algunos de los “logros de nuestra cultura” que se verían afectados por el proyecto político republicano, pero sin esgrimir siquiera un ejemplo de una actitud reveladora de dicha intención. Por lo pronto, varias figuras del movimiento republicano fueron clave en enfrentar la limitación a la libertad de expresión que implicaba el proyecto sobre el “negacionismo”, el cual fue igualmente rechazado por Carlos Peña en sus intervenciones públicas.

José Antonio Kast ha señalado también que la libertad de prensa y la libertad de expresión son pilares fundamentales de nuestro sistema político, y que ellas se ven fortalecidas cuando los periodistas “revelan su domicilio político” y no se escudan en sus oficios para “aparentar una supuesta neutralidad”. En efecto, son varias las democracias occidentales en donde se valora positivamente que los medios de comunicación transparenten sus líneas editoriales, de manera tal que la ciudadanía conozca los sesgos detrás de la entrega de información y pueda contrastar con otras fuentes.

Otro supuesto aspecto de nuestra cultura política que correría riesgo de verse afectado, según Peña, es “el tratamiento neutral a todas las creencias [y] el tratamiento igualmente neutral a las personas con presidencia de su origen”. Aquí, nos parece que el rector cae en un falso dilema. Como se ha insistido desde la bibliografía tanto comunitarista como conservadora, en la práctica no es posible algo así como un Estado imparcial respecto a las diversas visiones sobre lo que constituye el bienestar humano. Primero, porque cualquier limitación de la libertad individual -para utilizar el lenguaje liberal- parte de una consideración sobre lo que constituye un bien común valioso, y segundo, porque todo sistema político requiere del desarrollo de ciertas virtudes para el perfeccionamiento de sí mismo.

Tal y como señala Alasdair MacIntyre, “los puntos de partida de la teoría liberal nunca son neutrales entre concepciones del bien humano; siempre son puntos de partida liberales”, y como toda tradición de pensamiento, ella “se expresa socialmente a través de un tipo particular de jerarquía” de bienes y virtudes.

Tampoco puede el Estado mantenerse neutral frente a su propia tradición y cultura, lo cual nos lleva al asunto de la ambivalencia del rector Peña respecto del ideario conservador. Si es verdad -como él mismo señalaba en su columna dominical, al tratar de explicar el triunfo de Trump- que lo distintivo del conservador es que “acentúa la necesidad de una orientación compartida, no individualizada ni divisiva, sino común”, y que dicha preocupación ha estado incluso en “en el origen de las ciencias sociales (en Comte, en Durkheim, en Gehlen, en Parsons)”, entonces la causa republicana es de todo sentido dentro del contexto democrático imperante. Y es así porque ni este ni ningún otro tipo de sistema político se sostiene sino es en primer lugar gracias al conjunto de virtudes cívicas que le proveen de sentido y cohesión. El republicanismo, si por algo se define, es justamente por la promoción de esas virtudes y su relación con el bien común.

Nuevamente, ha sido el mismo Carlos Peña quien se ha encargado de defender la legitimidad de estas idea que él denomina como “reacción conservadora”, la cual consiste en “recuperar las verdades incómodas de la vida social: que el orden social exige un sentido de pertenencia inmemorial y no solo identidad elegida; que las trayectorias vitales demandan ser reconocidas en el valor que se atribuyen, en vez de ser solo descritas como vidas dolientes y víctimas de injusticia, y que late en la vida social un anhelo de seguridad física que solo se apaga cuando se revalida la tarea más antigua del Estado: ejercer la fuerza para evitar que ella se enseñoree de las relaciones sociales”.

De esta manera, la promoción de la familia como primer espacio de transmisión de virtudes; la exaltación del esfuerzo individual y familiar por sobre el victimismo identitario; la defensa de las costumbres y símbolos patrios como una forma de identificación común; la insistencia en una inmigración ordenada que se integre dentro nuestra tradición y cultura; el énfasis en el orden y la seguridad que hacen posible tanto el despliegue de lo comunitario como lo individual, son todas ideas no sólo legítimas sino que necesarias en el debate público, pues dan cuenta de una faceta de la naturaleza humana sin la cual no es posible concebir la vida social. Y todas ellas, consta en los hechos, han sido esgrimidas dentro del marco de las reglas procedimentales que dan forma a nuestra institucionalidad.

José Ignacio Palma

Ideas Republicanas