Carta a un amigo liberal

Carta a un amigo liberal

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Te escribo porque he pensado mucho en ti en estos días. Eres un liberal de verdad, honesto, un liberal de alma, además culto (hay también liberales ramplones, hay que decirlo) y he aprendido, desde la diferencia, a apreciar ciertos valores del liberalismo que antes –desde el prejuicio– consideraba individualistas y egoístas. En realidad, metía a los neoliberales y liberales en un mismo saco. Quizás porque en estas tierras los primeros mostraron un iluminismo dogmático y casi religioso que nadie tiene que envidiarle al dogmatismo de mis «compañeros jacobinos».

En Chile, estamos rodeados de «iluminados» de izquierda y derecha. Según Harari –el autor de Homo Deus–, cada vez que uno se encuentre con alguien que dice tener la verdad a mano, hay que huir lejos de él. El problema es ¿huir hacia dónde?, porque parecemos rodeados por los rígidos y dogmáticos. Gracias a ti he vuelto a leer a Adam Smith: me imagino que Rousseau, mi Rousseau, debe estar en un ataque de celos: he colocado el libro La riqueza las naciones muy lejos de las obras completas de ese pensador suizo entrañable que marcó mi juventud, para que no me haga una pataleta. Eso sí, te lo advierto: no me voy a convertir en un liberal de la noche a la mañana. No me gustan esas conversiones súbitas, sospecho de ellas, y me temo que puedan servir a personalidades dogmáticas para encontrar nuevos ropajes y solo cambiar de signo a su dogmatismo arraigado en su personalidad. O sea, no cantes victoria, amigo, no creas que me has «convertido».

Pero la pandemia, con sus cuarentenas brutales, ha despertado algunas alarmas «liberales «en mí.  Déjame divagar un poco hasta llegar al punto que quiero plantearte. La carta (que para mí es una forma de conversar ante la imposibilidad de encontrarnos físicamente) nos permite divagar, flanear entre las ideas, perdernos, «irnos por las ramas», como dicen en el campo. Así que tenme paciencia. No hay nada más delicioso que irse por las ramas: así recuerdo nuestras largas conversaciones «presenciales», donde al primero que expulsábamos al comenzar a conversar era al dios Cronos. Voy al punto. La pandemia ha convertido a todas las megápolis en cárceles multitudinarias: las cuarentenas prolongadas hacen cada vez más ardua la vida en estas ciudades, que, al perder la libertad de desplazamiento, desnaturalizaron la razón de por qué fueron creadas: para estar con los otros, para exponerse al peligro del encuentro con el otro. El flujo de las grandes ciudades está regido por ese «azar objetivo» del que hablaban los surrealistas y que nos permiten encontrarnos sorpresivamente con alguien en un puente, un cruce de calles. Ahí está el protagonista de la novela Rayuela de Julio Cortázar esperando que la Maga aparezca por el Pont des Arts en París, sin haberse dado una cita antes con ella porque «la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo dentífrico». No sé qué le habría parecido a Cortázar los dispositivos digitales que hoy acotan el azar o simplemente lo eliminan, y de paso el misterio, el secreto, la sorpresa.

Hoy nadie se pierde en una ciudad, gracias a Google Map: ¿pero se puede vivir de verdad la experiencia del viaje, sin perderse? ¿Hay alguna experiencia más formativa y fascinante que perderse? Ulises se perdió, y son justamente los largos capítulos de sus aventuras en medio del extravío el corazón de La Odisea. También el Quijote se perdió. No perderse puede ser el comienzo de la pesadilla distópica de un mundo controlado y mapeado, donde ha sido eliminado el riesgo. Y la vida sin riesgo, ¿es de verdad vida? Por algo Hörderlin dijo: «En el peligro crece lo que nos salva». El control sanitario unido al control en el que vivimos en la «ciudad digital» –nuestro nuevo domicilio desde que la ciudad real es hoy un espacio fantasmal– nos convierte cada vez más en prisioneros permanentes en una espera kafkiana de que la vacuna erradique el virus. Cuando el virus sea derrotado, ¿volveremos a recuperar lo abierto, el azar, el riesgo?

El ejemplo más extremo es hoy una sociedad como China, en la que la reinan eficacia y el control total. Total.  Ellos controlaron la pandemia ¿pero a costa de qué? El valor de la eficacia es un valor central de la antigua sabiduría china, pero antes estaba equilibrado por el taoísmo, que valoraba el orden espontáneo de la vida y que criticaba la elevada regulación de la existencia humana. Mucho antes que el liberalismo, el taoísmo defendió la libertad, pero en un sentido mucho más amplio y profundo que el liberalismo occidental. Los taoístas hablaban de la libertad interna que se conseguía por un menor uso de la razón y una mayor espontaneidad en nuestro quehacer diario. Nuestro liberalismo clásico –tal vez– nace muy entrelazado con un racionalismo rígido que le teme a la espontaneidad. El taoísmo, en cambio, es pura flexibilidad y tolerancia: danza, fluir puro, abrazar el devenir sin miedo, algo que les falta a nuestras sociedades occidentales que han reducido la libertad a la dimensión económica o la política (ambas estaban también en el taoísmo: ahí está su oposición a la regulación extrema y a los impuestos excesivamente altos). En estos tiempos de incertidumbres que vienen, necesitaremos de un «liberalismo» más taoísta que no ignore que la libertad es antes que nada libertad interior. Que China haya abandonado el espíritu taoísta es una tragedia para nuestro mundo: pero es probable que el fantasma de Lao-Tsé siga visitando al pueblo chino en las noches, soplándole al oído que no se puede una civilización olvidar sus más ancestrales raíces sin correr el riesgo de desmoronarse como un gigante con pies de barros. Hay que volver a admirar la caña de bambú enfrentado con extrema flexibilidad la tormenta que arranca de cuajo los grandes árboles. Cuando China regrese a su origen taoísta, tal vez de verdad se inicie una nueva época: pensar un futuro global sin China es hoy imposible.

Pero no solo ellos deberán reconvertirse, nosotros también deberíamos tener el Tao Te King en nuestros veladores para consultarlo en estos tiempos peligrosos. Porque Occidente está agotado, su sistema político (la democracia, su mayor invento moderno) es hoy extremadamente frágil, la economía especulativa ha hecho un daño enorme a la vida de millones, y los demonios del hipercontrol de la vida acechan por todas partes: desde el flanco derecho e izquierdo. Por eso, te estoy enviando junto a esta carta un ejemplar del Tao Te King, para mí el libro tal vez más esencial que se haya escrito nunca, un libro que, como la Biblia, sobrevive al tiempo. Te pido lo hojees, recórrelo con libertad taoísta, no lo fuerces intelectualmente. Te adelanto algunas «pildoritas» que tal vez te gusten. Esta, por ejemplo: «Un buen viajero no tiene planes fijos / ni está empeñado en llegar a parte alguna. / Un buen científico se libra de conceptos / y mantiene su mente abierta a lo que es. / Así, el Maestro es accesible a todos / y no rechaza a nadie, / emplea todas las situaciones / y no desperdicia nada. / A eso se llama encarnar la luz». Y este otro: «Cuando el Maestro gobierna, / la gente apenas percibe su existencia / Inferior gobernante es aquel que es amado. / Inferior aún aquel que es temido / Si no confías en la gente / la gente pierde su confianza / El Maestro no habla, actúa. / Cuando su tarea concluye, / la gente dice: «Asombroso: ¡lo hicimos nosotros solos!». ¿No resuena mucho este último fragmento en este tiempo en que quienes nos gobiernan en el mundo vociferan, actúan de manera atolondrada, buscan la aprobación y popularidad incluso sacrificando sus propias convicciones, quieren ser amados por un pueblo que al final igual los desprecia?

Hay mucho paño que cortar en el Tao. Por algo Nicanor Parra y Gastón Soublette –nuestros antisabio y sabio de la tribu– lo leyeron con tanto interés. Me parece que he podido acercarme más al liberalismo desde el taoísmo, pero creo que le liberalismo también tiene que renovarse, cambiar, mutar. ¡Si algo nos han enseñado los virus en esta peste global es lo importante que es mutar, para adaptarse a las nuevas realidades! Si pusieras este libro ancestral al lado de los libros de Adam Smith, ¿crees que a tu «maestro» le puede venir una pataleta? Hay que saber liberarse de los maestros y, sobre todo –esto me lo enseñó alguien en una conversación que tuve hace poco– liberarse de las «ideas zombies» que nos vampirizan y nos impiden abrirnos a los desafíos de una realidad nueva. Para este mundo nuevo hacia el que estamos en este mismo momento transitando, hay que aprender a liberarse de las «ideas» y entregarse al sagrado fluir del Tao.  «¿Puedes afrontar los asuntos más vitales / dejando que los eventos sigan su curso? / ¿Puedes distanciarte de tu propia mente / para así comprenderlo todo? / Dar nacimiento y nutrir / tener sin poseer, / actuar sin expectativas, / dirigir sin controlar: / esa es la suprema virtud». ¿No te parece que estas viejas palabras huelen a algo nuevo, mucho más nuevo que lo que nos enseñaron nuestros Smith y nuestros Rousseau, y más útil para este mundo donde reina la incertidumbre y campea el «no sé»?

Te dejo con estos pensamientos, y me pongo de nuevo a jardinear. (La Pauta)

Cristián Warnken

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