Noticia del día: Amazon presenta pantalla que controla toda la casa, sus movimientos, sus quehaceres cotidianos. Podría preparar recetas de cocina, dirigir el aseo, abrir las puertas y ventanas. La utopía de la casa domótica ya está aquí.
Hay gente que se alegra por esto; yo me siento expulsado de esta «casa tomada», como en el cuento de Cortázar. La casa es el domicilio del hombre, sin ella estaría a la intemperie, deshabitado. ¡Qué más humano que una casa! «Mi casa», decimos, y en esas palabras estamos diciendo algo muy íntimo de nosotros mismos.
Siempre he creído que las casas están vivas, que hablan incluso de los moradores que se fueron. Por eso es tan fuerte la demolición de una casa. En esa pared hubo adosado alguna vez un viejo piano, ahí tocaron a dos manos el padre y la hija; en el muro, todavía hay un hueco difícil de llenar. Por esa escalera bajaba todos los días puntualmente con su mamadera y su osito el niño que ya no está. En esta mesa amplia, todavía parecen escucharse las voces de los comensales, las copas entrechocándose en el brindis, las conversaciones y las risas.
Conversen alguna vez con una casa vacía: las casas hablan, a veces lloran. Cuando una cañería vieja se rompe en mi casa, yo digo «la casa está llorando». Eso es porque nosotros las cargamos con nuestra energía, como si ella fuera la prolongación de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Cada acto doméstico al interior de la mesa tiene la sacralidad de la atávica acción de habitar, de estar en el mundo.
¿A qué genio un poco demente de Silicon Valley se le ocurrió la «genial» idea de crear un programa que sustituya al morador en las acciones que le dan vida a una casa? ¿Quieren facilitarnos la vida? Yo no quiero que me faciliten la vida. No quiero tener controlada y mapeada toda la realidad. Necesito que haya un poco de azar, de incertidumbre, de suciedad, de desorden, de vida. Necesito levantar los platos de la mesa, sacudir las sábanas, abrir las puertas, hacer el aseo, encontrarme con sorpresas. Con un grillo, por ejemplo, fieles compañeros de mi biblioteca, o con una araña (no de rincón, claro), para decirle el viejo dicho francés: «Araigné du matin, chagrin/araigné du soir, espoir» («araña de la mañana, pena; araña de la tarde, esperanza»).
Pero en esta casa tecnológica, todo se hace por zapping, hasta el amor. Cada hijo en su respectiva pieza cuenta con todos los dispositivos tecnológicos para autoabastecerse y movilizarse en todas las plataformas. Para que «naveguen» sin salir de su propia pieza, para que no vayan a cansarse en esa larga expedición desde su privacidad hasta el espacio común. ¿Comer juntos? ¿Qué es ese anacrónico ritual?
En la casa domótica los niños no gritarán ni saltarán, sino que acariciarán pantallas. Será una casa silenciosa, sin peleas, sin conversaciones ni llantos, ni abrazos, ni lágrimas. Una casa antiséptica, la casa perfecta, muerta. La casa tomada. Tomada por los computadores, las consolas, las pantallas. ¿Han visto cómo en la cocina el horno se prende solo, y unos huevos saltan por el aire para hacer una omelette teledirigida? ¿O al bebé arrullado por una máquina de música programada para las 24 horas? Incluso se escucha en la noche una voz grabada que recita el padrenuestro. Por si alguien en la noche -un niño- se siente solo en el abismo de las redes virtuales, y necesita todavía el «padre nuestro». ¿Dios? ¿Para qué? ¡Si ahora Google es Dios!
En esta casa, los moradores irán desapareciendo de a poco, como la familia del poema de Juan Luis Martínez «La desaparición de una familia»: «Esta casa no es grande ni pequeña/pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta/y de esta vida, al fin, habrás perdido toda esperanza». No está lejos el día en que veamos a un hombre gritando por las calles «¿Dónde está mi casa, dónde?», buscando un domicilio que ya no existe. Y una casa vieja, abandonada, llorará por él y por todos nosotros, niños huérfanos, sin domicilio ni infancia.
El Mercurio