El crecimiento se encoge y se nos escurre entre las manos, cuando no hace tanto parecía que se daba entre nosotros como el sol que sale cada mañana. Hubo un momento en que se llegó a creer que ya no había de qué preocuparse, que la modernización capitalista era inmune a las malas reformas que se impulsaban y a las proclamas para derogarla. Un último esfuerzo, se confiaba, y cruzaríamos más temprano que tarde la meta del desarrollo pleno, que asomaba a la vuelta del camino. Era cosa de tiempo.
Peor aún, había quienes creyeron, insólitamente, que “Chile ya había crecido” y que la prioridad era repartir la ingente riqueza acumulada durante los vilipendiados 30 años. No pocas políticas públicas se han orientado en los últimos años a ese fin. Han dejado vacías las arcas fiscales. Ninguna tuvo como fin el crecimiento económico, que en un momento fatídico de la década pasada dejó de ser un objetivo nacional y una política de Estado.
El cero por ciento de octubre es el primero que tiene lugar en ausencia de una recesión internacional, ni nada que se le parezca. La economía chilena no está enfrentada a un contexto de turbulencia en los mercados ni a una crisis de sus términos de intercambio, que tampoco han sido desfavorables en años recientes. El precio del cobre se mantiene en valores más bien altos y todo indica que las exportaciones van a superar este año la inédita cifra de cien mil millones de dólares.
El Imacec de septiembre, más allá de una coyuntura que no cabría extrapolar, es más bien un símbolo de cuánta desaprensión hubo durante demasiado tiempo entre nosotros, sobre todo entre los más jóvenes que dieron por sentado que el crecimiento sostenido era parte del paisaje nacional. Por supuesto que no lo era y hace buenos diez años que lo venimos constatando dolorosamente. Ese valor nulo primaveral es una sobrecogedora demostración de lo que debiéramos haber temido como a una plaga: la trampa de los países de ingresos medios, que ha hecho presa fácil de nosotros. Apenas nos hemos resistido, y ya estamos cazados en sus redes. Mientras los adherentes del decrecimiento se solazan contemplando el ocaso de nuestra modernización capitalista. El cero por ciento es su mejor trofeo.
Y es la mejor prueba que se requiere un sistema político funcional -el que tenemos está lejos de serlo- para mantener el motor del crecimiento a su máxima capacidad. Pero, sobre todo, la convicción del gobernante que no es una opción en el menú, sino que una condición inescapable para el desarrollo. Es lo que entendieron los países que lo alcanzaron, una meta que nosotros comenzamos a abandonar atolondradamente hace una década. Una que no aparecía ni en las notas de pie de página en el programa del actual gobierno. No se explica de otra forma el magro cero por ciento de septiembre. (El Lìbero)
Claudio Hohmann