En reciente columna publicada en este medio, el cardenal Fernando Chomali expresa su preocupación por la situación actual en que se debate nuestro país, Chile. Su diagnóstico es breve, pero profundo: “Lo que está en juego es la sobrevivencia del país y el bienestar de quienes en él habitarán. Chile tiene una anemia aguda y se desangra frente al futuro”. La delincuencia que campea en todo el territorio nacional y el desplome del crecimiento económico son, tal vez, las demostraciones más notorias de este diagnóstico ¿Qué ha sucedido para que hoy nos debatamos casi entre la vida y la muerte?
Volvamos la vista atrás. Desde luego, para apreciar cómo, en 1973, el poder político en Chile estaba completamente extraviado y conducía al país al abismo de la lucha de clases y de una dictadura mal llamada “del proletariado”. Dictadura que no era otra que la dictadura del Partido Comunista el cual, eliminando la propiedad privada, se apoderaba de todos los bienes de un país y dominaba sin contrapeso sobre todas las personas y familias de ese país. Conduciéndolos a la ruina, al país y a sus habitantes.
En Chile, se interpuso el pronunciamiento militar del 11 de septiembre de 1973, tanto más legítimo cuanto que no había entonces otra vía para evitar ese aciago destino para Chile y los chilenos. Quedó en claro, en ese momento, que un gobierno, a pesar de estar respaldado por una elección democrática, no puede hacer un uso ideológico del poder y que la legitimidad de origen debe estar acompañada siempre por la legitimidad en el ejercicio del poder.
La seguridad ciudadana fue objeto de especial cuidado por parte del nuevo gobierno instalado en el país. En esta lucha, ciertamente, hubo excesos en el uso de las armas, que costaron la vida a inocentes. Sin perjuicio de encontrar a los culpables directos de estos excesos, no puede dejar de señalarse que los principales responsables fueron los que hicieron indispensable acudir a las armas para salvar a Chile en 1973. Excesos se producen siempre, pero cuando las armas son llamadas a decidir, entonces los excesos adquieren la envergadura de estos que ahora lamentamos.
Pero, junto con estas medidas, el gobierno militar adoptó otras que rápidamente sacaron al país de su subdesarrollo y lo condujeron a la cabeza del continente. Como en su momento lo reconoció Alejandro Foxley, ministro de Hacienda en el gobierno de Patricio Aylwin: “Pinochet realizó la transformación, sobre todo en la economía chilena, más importante que ha habido en este siglo (…). Ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal» (Revista Cosas, 5 de mayo 2000).
Sin embargo, desde el mismo día 11 de marzo de 1990, cuando comenzaron los gobiernos civiles, las directivas políticas que aparecieron entonces en Chile se dedicaron paulatinamente a negar la legitimidad del pronunciamiento militar. Respecto del modelo económico, esos gobiernos fueron, durante algunos años, cuidadosos en mantenerlo, pero llegó el momento en que la contradicción no se pudo sostener más. Si se negaba legitimidad al gobierno militar se la negaba asimismo a toda su obra, y así fue en definitiva cómo en Chile han triunfado quienes quieren volver integralmente a un régimen como el marxista de Salvador Allende. En ese camino vamos.
¿Cómo volver al camino de progreso? En primerísimo lugar, rescatando nuestra historia, lo cual significa mostrar al régimen de Allende en toda su podredumbre y al pronunciamiento militar como un instrumento legítimo de defensa. Y, en seguida, mostrar cómo este fue el artífice de los mejores años que haya vivido Chile. Entretanto, es indispensable actuar de manera que nunca más nuestras Fuerzas Armadas y de Orden tengan que salir de los cuarteles a rescatar a Chile del desastre. Para eso, lo primero es la presencia de un gobierno consciente de sus deberes y de la prudencia con que debe ejercer el poder, dejando de lado toda tentación ideológica. Es nuestra tarea hacérselo saber a quién tenga el poder, cualquiera sea él.
De lo contrario, experimentaremos en carne propia, aún más de lo que lo experimentamos ahora, cuán cierto es ese proverbio que enseña que los países que olvidan su historia están condenados a repetirla. (El Líbero)
Gonzalo Ibáñez