Chile, la corrupción y Bachelet

Chile, la corrupción y Bachelet

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¿Es Michelle Bachelet una persona corrupta?

Aparentemente, no. Una persona corrupta es aquella que abusa del poder que se le ha encomendado en beneficio propio; y Michelle Bachelet, hasta donde sabemos, nunca ha metido las manos en el erario público; en momento alguno ha obtenido réditos ilícitos con su actuar político; jamás ha sacado provecho monetario indebido gracias a su investidura.

Cierto. Pero no solo es corrupto el que recibe directamente los beneficios generados por el abuso de poder. También lo es el que hace la vista gorda, el cómplice, el que sabe que se han cometido o se están cometiendo actos de corrupción en su entorno y, pese a disponer del poder necesario, no ejecuta acción alguna para impedirlos, denunciarlos o sancionarlos; aquel que, peor que eso, actúa en sentido contrario, intentando evitar que los hechos corruptos se conozcan, se investiguen o se penalicen.

Es tan corrupto el que actúa como el que se lo permite; el que hace, como el que le deja hacer.

Y perdóneme que insista, pero desde esta perspectiva la pregunta es válida y pertinente: ¿es Michelle Bachelet una persona corrupta?

Le propongo que ahondemos en el tema para intentar responderla.

LOS ACTOS CORRUPTOS

Independientemente de lo que diga nuestro Poder Judicial, limitado, vulnerable, elitista en extremo, a veces abusador, en muchas ocasiones sesgado y timorato, todos sabemos lo que ocurrió en los casos Penta y Soquimich (si tan imbéciles no somos; solo hasta la hora de almuerzo, como recalcó en una audiencia el fiscal Gajardo). Recurriendo  a mecanismos ilegales, penados por la ley ―no hay aquí vacíos legales, como algunos pretenden hacernos creer; tampoco se trata de faltas, sino de actos dolosos hechos y derechos― candidatos, recaudadores y “operadores políticos” pasaron el platillo (poseen un platillo de dimensiones colosales) y los grandes grupos económicos procedieron a llenarlo con su cuantioso aporte.

¿En qué se gastó ese aporte? ¿Para qué se usó? En parte, para financiar campañas y precampañas políticas. Eso es, al menos, lo que han tratado de hacernos creer. Aparentemente, sin embargo, también se utilizó para financiar a los propios operadores y, por cierto, a quienes trabajaron en la precampaña. Además, casi de seguro, algo habrá ido a parar a los bolsillos de quienes facilitaron los documentos (boletas) para cometer algunos de los fraudes (las devoluciones de impuestos, para partir). Tampoco fue, por consiguiente, solo un mecanismo de financiamiento de campañas al que se vieron obligados a recurrir, empujados por las circunstancias, nuestros heroicos parlamentarios. De que hubo provechos personales, los hubo. ¿De qué montos? Aún no lo sabemos.

Algunos de los grupos empresariales aportantes están identificados –Penta, Soquimich, Alsacia, Ripley, CorpBanca, Aguas Andinas–, pero debe haber varios más. Da la impresión de que lo que ha salido a la luz es solo la punta del iceberg. Ahora, ¿por qué lo hicieron? ¿Por qué efectuaron esas ingentes contribuciones? ¿A cambio de qué? ¿Qué adquirieron con ellas? Tampoco lo sabemos. Ha habido especulaciones pero, a la fecha, desconocemos qué fue lo que vendieron nuestros políticos, varios parlamentarios entre ellos, a los grandes grupos económicos a un precio tan elevado. Porque, coincidirá usted conmigo, alguna transacción tiene que haberse efectuado, ¿verdad? ¿O usted es de los que creen que fue solo el espíritu republicano el que movió a los donantes?

Los mecanismos usados también se conocen: facturas y boletas ideológicamente falsas, además de la simulación de contratos de fordwards. Desde luego, no estamos seguros de que sean los únicos. La creatividad de los genios tributarios en el ámbito de la evasión es inmensa.

Tenemos plena certeza de que se trata de delitos, con todas sus letras. No estamos hablando aquí de errores contables ni de gastos de los que se engloban en el concepto de rechazados. Son artilugios dolosos diseñados para sacar dinero de las empresas defraudando al Fisco –por la vía de reducir la base imponible de primera categoría y, con ello, el impuesto correspondiente– y a los accionistas minoritarios –birlándoles derechamente, por medio de contratos simulados, parte de sus legítimas utilidades (hay engaño y perjuicio económico fácilmente demostrables; ¿cuál sería la figura penal?)–.

Para que quede meridianamente claro, ejemplificaré con el caso de los hijos de Pizarro (“los hijos de Pizarro” parece el título de una película o telenovela mexicana; dígame que no), cuya consultora Ventus Consulting emitió y cobró facturas (¿exentas?) por $ 45 millones a cambio de ¡asesorías verbales! (qué explicación más ridícula!; ¿de verdad creerán estos señores Pizarro que somos tan estúpidos como para tragárnosla?).

La mencionada cifra, $ 45 millones, disminuye el impuesto de primera categoría pagado por SQM en $ 9 millones (asumamos que se trata de facturas exentas). Pero no es lo único, pues también reduce la utilidad que, de acuerdo con su participación en la propiedad de la empresa, les corresponde a los accionistas minoritarios. A manera de ejemplo, los Fondos de Pensiones administrados por Provida y Hábitat poseen, respectivamente, un 0,99% y un 0,8% de la propiedad de SQM S.A., por lo que el perjuicio patrimonial derivado de la “operación Pizarro” les representa $ 356.400 al primero y $ 288.000 al segundo (para obtener estos valores, simplemente multiplique el porcentaje de participación por el monto defraudado, previa rebaja del impuesto de primera categoría).

Siguiendo este análisis, si las operaciones de “financiamiento político” efectuadas por SQM ascendieran a $ 11.000 millones, como se ha deslizado por ahí, el perjuicio total para el Fondo administrado por Provida alcanzaría a $ 87,12 millones, mientras que el que está bajo la tutela de Hábitat se vería perjudicado en $ 70,4 millones. Agregue usted a estas cifras los montos que se vayan conociendo en las restantes empresas que recurrieron a este mecanismo, y tendrá una idea de la magnitud del fraude en contra de los accionistas minoritarios en el que estarían involucrados nuestros señores políticos (Chile, ¿un país no corrupto?; parece un mal chiste, ¿verdad?).

En consecuencia, estamos hablando de gente que ideó, diseñó e implementó mecanismos a gran escala destinados a engañar y despojar tanto al fisco (o sea a todos los chilenos) como a los accionistas minoritarios; gente que formó sociedades, confeccionó escrituras, las protocolizó, las inscribió en el Registro de Comercio y las publicó en el Diario Oficial con ese único fin; gente que hizo inicio de actividades, pagó abogados y contadores, que se consiguió a los palos blancos, en fin, que planificó los fraudes y luego, creyendo actuar sobre seguro, los ejecutó sin ningún asco; gente que sabía perfectamente lo que estaba haciendo. No nos estamos refiriendo aquí a blancas palomas que cometieron errores por ignorancia o descuido. Los tipos, valiéndose del engaño, se llevaron dinero que no les pertenecía para la casa. ¿Qué nombre recibe ese tipo de actos? ¿Qué nombre recibe ese tipo de personas?

EL PRINCIPIO DE PROBIDAD

El flagelo de la corrupción no estuvo dentro de las principales preocupaciones de quienes redactaron nuestra Constitución ni de quienes procedieron a modificarla. De hecho, en nuestra Carta Fundamental las palabras “probidad” y “transparencia” se mencionan una sola vez cada una, y el vocablo “corrupción” no se menciona. Sin embargo, el artículo 8° dispone que “El ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”.

¿Y en qué consiste el “principio de probidad”? Nos lo aclara meridianamente el artículo 52 inc. 2º de la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. También, el Manual de transparencia y probidad de la administración del Estado,  publicado en enero del 2008 por… Michelle Bachelet.

Según ambos registros, el principio de probidad consiste en “observar una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular”. Dicho de otra manera, no aprovechar el poder de que se dispone en beneficio propio o, lo que es lo mismo, no incurrir en actos de corrupción.

Ahora bien, como usted sabe, la existencia de una obligación da origen a un derecho. ¿De quién? Pues, de los mandantes de los funcionarios públicos, esto es, de los ciudadanos chilenos. ¿Y en qué consiste? Pues, es nada menos que el derecho de disponer de funcionarios públicos intachables, honestos, que jamás hayan incurrido en actos corruptos. El punto aquí es cómo impetramos ese derecho ya que, lamentablemente, ni la Constitución ni la normativa vigente nos lo señalan. Qué extraño, ¿verdad?

LA OBLIGACIÓN DE DENUNCIAR

El artículo 175 del Código Procesal Penal establece, en su inciso 2°, que los fiscales y los demás empleados públicos están obligados a denunciar los delitos de que tomen conocimiento en el ejercicio de sus funciones. El artículo 176, por su parte, señala que dichas personas deben efectuar la denuncia dentro de las 24 horas siguientes al momento en que lo hagan.

Pues ocurre que tanto los parlamentarios como la Presidenta y sus ministros, son empleados públicos (ocupan cargos públicos y sus remuneraciones se pagan con cargo al presupuesto de la nación). También, no cabe duda, lo era el director del SII. Todos ellos, en consecuencia, están (o estaban) sujetos a la obligación mencionada, y deberían, no faltaba más, cumplirla religiosamente, so pena de faltar al principio de probidad (dejarían de tener una conducta intachable). No obstante, si no lo hicieren, no tenemos manera de obligarlos.

LOS SOSPECHOSOS

La lista de sospechosos por haber incurrido en el comportamiento delictual señalado más arriba, como bien sabemos, es bastante extensa, y seguramente crecerá en el corto plazo. Ella incluye a varios parlamentarios, operadores políticos y a numerosos personeros que están enquistados en el Gobierno. Uno de ellos, Alberto Undurraga, depende directamente de Michelle Bachelet. Y estaba, por cierto, Michel Jorratt, quien era nada menos que el encargado de encabezar las investigaciones de la vertiente tributaria de los fraudes detectados (le correspondía, por lo tanto, investigarse a sí mismo). A ambos, nuestra Presidenta los confirmó en sus cargos a sabiendas de que podrían estar involucrados en defraudaciones al fisco y a los accionistas minoritarios de SQM (aunque, como sabemos, Jorratt acaba de ser removido). ¿Por qué hizo eso nuestra Presidenta habiendo tenido la oportunidad precisa para sacarse el cacho de encima? Misterio absoluto.

CHILE, UN PAÍS CORRUPTO

Aunque nuestra Presidenta se desgañite intentando señalar lo contrario, los porfiados e insobornables hechos demuestran de manera indudable que vivimos en un país corrupto. Los países no corruptos poseen efectivos mecanismos orientados a impedir la ocurrencia de hechos corruptos o a detectarlos si ellos se producen. Chile no tiene ninguno. Todos estos abyectos hechos que hemos conocido, pese a que vienen ocurriendo desde hace mucho tiempo, se detectaron por casualidad. Gracias a accidentes. Fue el torpe manejo de los involucrados respecto de relaciones con sus antiguos subordinados, lo que permitió que salieran a la luz. Si no hubiesen existido un herido Hugo Bravo o un indignado Sergio Bustos, nada de esto se habría sabido, y todo seguiría como antes, con el espeso manto de la ignorancia tapando el pozo sin fondo de la corrupción.

Incluso más, podríamos decir que en Chile existen mecanismos orientados a evitar la detección de la corrupción. Porque, ¿de qué otra forma pueden calificarse las indefendibles facultades del SII en materia de delitos tributarios? Que la calificación de los hechos punibles en materia tributaria sea efectuada por un funcionario político, con dependencia política, es una clara muestra de que la intención del legislador fue proteger a cierto tipo de infractores.

Los países no corruptos transparentan al máximo los casos de corrupción detectados. En Chile se actúa en sentido exactamente inverso, procurando no investigarlos y haciendo todo lo posible por ocultarlos. Así ocurrió, por ejemplo, con el obsequio de nuestros recursos pesqueros a siete familias. Pese a lo inexplicable de la decisión (nada justifica que tan enorme riqueza, que pertenece a todos los chilenos, se haya regalado) y pese a que se detectó un caso de posible soborno que está siendo investigado (¿por qué tendríamos que asumir que es el único?), hasta la fecha la investigación no se ha ampliado. Si existiesen sobornos, la forma de operar sería, con casi plena certeza, la misma que hemos conocido en los casos Penta y Soquimich. Bastaría, entonces, con revisar las contabilidades de las empresas para detectar eventuales facturas o boletas ideológicamente falsas. Nada se ha hecho, sin embargo. Y qué decir de la investigación de los casos Penta y Soquimich donde, con la excusa de los fundamentos técnicos, el SII ha dilatado de manera escandalosa las denuncias y querellas que debió haber efectuado hace varios meses (dicho organismo debió, según lo establecido en el artículo 175 del CPP, haber denunciado los eventuales delitos contra los accionistas minoritarios que había detectado). Ni hablar de la investigación que necesariamente debe efectuarse en los restantes grupos económicos (Luksic, Copec, Matte, Falabella, Paulmann, Enersis y un largo etcétera). Es altamente probable que nunca lleguemos a verla.

Lo países no corruptos sancionan con dureza los casos de corrupción. Si hay funcionarios públicos involucrados, estos pierden el cargo de manera inmediata. Revise usted las irrisorias sanciones que ameritan las conductas corruptas en nuestra legislación, para que compruebe que aquí existe impunidad casi absoluta. Agregue a esto la actitud de Jorratt (no denunciar los delitos detectados y limitarse a la sanción administrativa), la del presidente de la UDI (que trata de justificar a Jovino Novoa por todos los medios) y la de la directiva del PPD (que le ofreció una diputación a un sospechoso de corrupción como es el ex ministro Peñailillo) y tendrá la película clara: en Chile NO se sancionan, ni legal ni moralmente, los casos de corrupción.

Chile es, en consecuencia, un país corrupto. No cabe ninguna duda. Y, por cierto, es urgente explicarle a Michelle Bachelet que la reacción de los chilenos ante los abusos y privilegios que hemos conocido no prueba absolutamente nada. Su falaz argumento es equivalente a plantear que en un colegio no se comete bullying porque el niño victimado se atreve a denunciar el abuso. Así de absurdo y equivocado es. Además, es necesario que alguien le diga que no somos los chilenos de a pie los responsables de la corrupción, sino quienes tienen el poder. No debe mirar hacia esos millones de ciudadanos honestos que trabajan duro por amor a sus familias –que son las víctimas en esta historia–, sino hacia esos pocos miles que concentran el poder político y económico y que, gracias a ello, abusan hasta que se agotan de los primeros.

¿QUÉ DEBERÍAMOS ESPERAR DE NUESTRA PRESIDENTA?

Michelle Bachelet nos ha informado que el combate contra la corrupción será uno de los tantos sellos de su Gobierno. Nos ha hablado latamente de su profundo compromiso con la transparencia y la probidad. Encargó incluso un informe especializado para definir el camino a tomar (al que cabría calificar solo como “reguleque” y bastante “aguachento”), a partir del cual puso en práctica varias iniciativas administrativas y legislativas.

Los gélidos hechos, sin embargo, no concuerdan con su discurso. ¿De qué probidad nos está hablando Michelle Bachelet cuando, paralelamente, mantiene en su equipo a numerosos funcionarios que emitieron facturas o boletas denunciadas como ideológicamente falsas o sospechosas de serlo? ¿De qué transparencia, cuando el director del SII estaba hasta hace pocas horas encargado de investigarse a sí mismo y podía definir, por sí y ante sí, cuáles denuncias efectuaba y cuáles no? ¿De qué compromiso, cuando sus iniciativas son superficiales (algo así como “en la medida de lo posible”) y no apuntan a enfrentar las causas que generan la corrupción? La consecuencia es un requisito básico para recuperar la credibilidad, y nuestra Presidenta no la ha tenido. No debe quejarse, entonces, si pese a sus esfuerzos, su popularidad no remonta. Menos en estos tiempos en que las redes sociales han incrementado el poder ciudadano, reduciendo con ello la posibilidad de abuso.

Repitámoslo: no solo es corrupto el que recibe directamente los beneficios generados por el abuso de poder. También lo es el que, pudiendo tomar acciones para combatir la corrupción, opta por no hacerlo (ser o no corrupto es una opción, no lo olvidemos). Michelle Bachelet, por lo expuesto, se halla en esta condición.

Sin embargo, me inclino por darle el beneficio de la duda, al menos hasta su próxima cuenta. Si en ella ventila lo que está ocurriendo, hace un reconocimiento de su falta de diligencia para enfrentar el tema y plantea las medidas correctivas indispensables (todos los funcionarios ímprobos para su casa, como primera de ellas), habrá que reconocer que el comportamiento que ha tenido hasta la fecha fue fruto de un lapsus, pero que ella, como funcionaria proba, está de vuelta y dispuesta a abordar el tema de la corrupción como corresponde.

Si, por el contrario, se mantiene en sus trece y no da su brazo a torcer, persistiendo en su inconsecuencia, tendremos que aceptar la peor y más dolorosa de las conclusiones: no podremos enfrentar la corrupción en este Gobierno porque nuestra líder, la persona que debe conducir las huestes hacia la batalla, lamentablemente no tiene ni la disposición ni las condiciones para hacerlo.

Sería una pena, ¿no cree?

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