Las primeras palabras del Presidente electo, el domingo pasado, en plena Alameda, no fueron para su círculo más cercano. Los primeros chilenos mencionados fueron los habitantes de la Villa Santa Lucía, en Chaitén, devastados por un alud un día antes de la elección.
Eso me llamó la atención. Ese gesto. Fue humano, pero también manifestó otros rasgos sobre el ganador: su resolución; que no se le van los detalles y que estaba listo para volver a gobernar. Piñera estaba de regreso y con él ese singular estilo que patentó en su administración anterior: cuando se trabaja por Chile se hace “24/7”.
En medio del celebrado discurso, irrumpió en el ambiente la arenga “¡Chile se salvó! ¡Chile se salvó!” y me pregunté quienes otros pudiesen haber estado, si no coreando a viva voz, por lo menos asintiendo a la misma frase mientras veían al candidato por televisión.
La exclamación fue espontánea y probablemente surgió por la euforia del momento. Sin embargo, algo de cierto hay en ella, ya que de lo que Chile sí se salvó es de no seguir con la brújula desorientada por un capitán dispuesto a tomar riesgos innecesarios que ponen en peligro a su barcaza y tripulación. Esto no significa que el futuro gobierno vaya a ser perfecto, pero hay algunos aspectos que lo convierten no sólo en aterrizado, sino también en confiable, y que sustentan el por qué Chile, con Sebastián Piñera, en cierta medida, se salvó.
En primer término, nos salvamos de las improvisaciones. Un ejemplo de aquello fue cómo se estructuró su programa, su carta de navegación para los próximos cuatro años. Más de mil académicos, profesionales y expertos, además de las sugerencias e ideas “ciudadanas”, conformaron las más de 20 comisiones de trabajo para discernir sobre las necesidades del país. Además, a medida que iban avanzando las propuestas, éstas se daban a conocer y fue así cómo pudimos anticipar su costo fiscal, las fuentes para su financiamiento y cómo sus políticas públicas habían sido proyectadas más allá de 2022. O sea, políticas de Estado y no de gobierno; ofreciéndole al país mayor estabilidad y la recuperación de oxígeno para volver a crecer.
En cambio, en la vereda de enfrente estuvo el “reservado” programa de Alejandro Guillier. Misterioso y prácticamente oculto durante toda la campaña; ya que sólo se dejó ver (apenas) antes de la segunda vuelta. Basado en las demandas de “las organizaciones sociales”, como muchas veces declaró el candidato. Esto sólo hacía más claro que el futuro seguiría siendo aún más incierto, ya que la “voz de la calle” era la que se privilegiaría para darle vida a su gobierno, en desmedro del resto del país.
Las distintos estilos y discursos utilizados por ambas candidaturas a lo largo del año manifestaron algo más allá de los números que acompañaban a sus programas. Por una parte, el orden, disciplina y eficiencia de Piñera contrastaban con la “plasticidad” y “creatividad” con que Guillier iba adaptando no sólo el discurso, sino también el programa. Con el primero, desde un principio se supo cómo era el camino; con el segundo, en cambio, al igual como sucede en una teleserie, había que estar atento al “próximo capítulo”.
Por otra parte, Chile se salvó de un Estado que desconfía de las personas. Alejandro Guillier siempre se dirigió más hacia los movimientos sociales que hacia las individuos. Por lo tanto, bajo su tutela, la sociedad seguiría dividiéndose en grupos y bloques de demandas haciendo imperar la ley del más fuerte, no la del más prudente.
En contraste, el Estado que se asoma entiende que para que haya desarrollo social debe surgir reciprocidad entre las personas y el Estado; y la única manera para que eso ocurra es si éste le entrega apoyo y libertad. Confía en las personas, porque cree en su talento e iniciativa. Las percibe como sus iguales y no de manera paternalista. Las quiere ver volar, no hacerlas dependientes del aparato público.
Ese tipo de Estado, el que no aplasta ni constriñe, porque respeta la diversidad y reconoce la identidad individual, fue el elegido por los chilenos el pasado 17 de diciembre. Compatriotas que, además, pudieron confirmar mientras escuchaban el discurso del ganador que las necesidades de Chile, al igual como sucede con las de los habitantes de Villa Santa Lucía, estarán siempre presentes en la mente del futuro gobernante. (El Líbero)
Paula Schmidt M., periodista e historiadora