Como chileno estoy inmerso en un proceso asombroso: mi país está en vías de ser “refundado” por vía pacífica, mediante una acción de reingeniería profunda, liderada por un centenar de convencionales constituyentes.
Dichos convencionales fueron elegidos democráticamente, mediante un sistema electoral ad hoc, que establecía la paridad de géneros y promovía la elección de independientes y miembros de pueblos originarios. Otro de nuestros ejemplos al mundo, dijeron unos. Producto de nuestros malos políticos, dijeron otros.
En esas circunstancias, los convencionales con militancia política fuerte quedaron en minoría, algunos pícaros se colaron y decantó una mayoría antisistémica, que se autopercibe ante “una hoja en blanco”. Esa mayoría abomina de los gobiernos de la Concertación, del centralismo santiaguino, del sistema capitalista (“lucro”), de las desigualdades sociales y del maltrato colonial y republicano a los indígenas.
Con ese motor rugiente, la Convención comenzó a actuar no en términos prospectivos sino en términos de pasado, que en eso consiste una refundación. Las pistas que dan los discursos, gestos y banderas de los convencionales mayoritarios indican que su objetivo es cambiar la injusta Historia de Chile por una Historia Justiciera. De ahí que, agregando algunos dichos de las nuevas autoridades, los chilenos ilustrados se sienten en los tiempos de la Patria Vieja: críticas al rey de España, criollos en conflicto con sus padres y abuelos peninsulares, araucanos en pie de guerra y jesuitas mediando entre los patriotas, los indígenas y la corona.
Dado el silencio respetuoso del Jefe de Estado incumbente y antes de su predecesor, los convencionales trabajan a su aire y los ciudadanos con vocación de interés nacional no tienen orientación de autoridad. Informativamente dependen de los hashtags de las redes sociales y de los columnistas de los medios.
Cabe agregar, entre paréntesis, que ese vacío comunicacional comenzó a ser llenado por una organización ad-hoc, “Amarillos por Chile”, de crecimiento explosivo, integrada por expertos en diversas materias y liderada por el prestigiado poeta y comunicador Cristián Warnken.
Definición
En ese insólito contexto, la definición constitucional de Chile -nada menos- está librada al resultado de un referéndum ratificatorio y, de pasar ese rubicón, a la interpretación de los líderes políticos del próximo futuro.
Su proyecto se sintetiza en la sustitución del viejo Estado republicano y unitario, de raíz portaliana, por el nuevo Estado que define el artículo 1° -ya aprobado- de la Constitución en trámite: “Chile es un Estado Regional, plurinacional e intercultural conformado por entidades territoriales autónomas, en un marco de equidad y solidaridad entre todas ellas, preservando la unidad e integridad del Estado”.
Es una definición principista –ergo, fundamental-, pero peligrosa y ambigua por tres razones que de fondo. La principal, porque un Estado de naciones tiene menos poderes, duro y blando, que un Estado-nación unitario o federal. Segunda, porque el factor “plurinacional”, de carácter estratégico, está licuado entre los factores “regional” e “intercultural”, de carácter táctico o interno. Tercera, porque otras normas aprobadas inciden en aspectos que debieran integrarse a la definición: por ejemplo, el carácter residual de las competencias del Estado matriz y la prohibición de “secesión” a los entes territoriales autónomos, contenidas en los artículos 5 y 19 del borrador constitucional.
Tampoco está claro si las entidades territoriales contempladas deben definirse como chilenas, más un gentilicio identitario. El pueblo mapuche, denominado “araucano” por los conquistadores y hoy con gran influencia en la Convención y el gobierno, jamás se ha asumido como parte de Chile. Se autodefine como “país” y su gente se percibe a tenor de los versos épicos que le dedicara don Alonso de Ercilla en el siglo XVI: “no ha sido por rey jamás regida / ni a extranjero dominio sometida”.
Enigmas
En esas condiciones, no es fácil discernir cómo se conjugarán los factores de la definición, en cuatro aspectos fundamentales:
– Si el Estado en formación representa, ante otros países, a una nación jurídicamente organizada.
– Si, en relación con lo anterior, las “entidades territoriales autónomas” pueden tipificarse como naciones homologables.
– Si el Estado matriz tendrá poderes supranacionales en lo interno o sólo será un Estado residual, con funciones protocolarias o de coordinación.
– Si los poderes de ese Estado son compatibles con el objetivo tradicional de preservar su unidad y su territorio, en casos de conflicto exterior.
Al parecer, lo único claro de esa definición es que anuncia un Estado nuevo que, en lenguaje no inclusivo, sería crisol del “hombre nuevo” postulado por Karl Marx y sus descendientes teóricos.
Revolución
No es casual esa mención a Marx. El Estado en fragua, con sus entidades territoriales concebidas como micronaciones -con sus propios gobiernos, jueces, presupuestos, territorios y “maritorios”- equivale a una revolución con mascarilla de refundación. Topamos, así, con ese notable aserto de Lenin, según el cual “sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria”.
¿Cuál sería, entonces, la teoría que preside el sueño de esta revolución refundadora?
Por descarte, ya no puede ser la teoría proletaria de la ex Unión Soviética, ni la campesino-maoista de China. Tampoco la del foco guerrillero de clase media, verbalizada en Cuba por Fidel Castro, escrita por Regis Debray y fracasada en toda la región.
En una primera aproximación, estaríamos ante una teoría que conserva a Marx como referente ancestral, tiene a Bolivia como referente nacional e instala la población indígena como base social de vanguardia. La mejor clave es la Constitución boliviana de 2009, cuyo Capítulo Primero define al país como “un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías”. Ese marco incluye las comunidades afrobolivianas y privilegia el rol de las naciones y pueblos indígenas originarios, reconociéndoles “su dominio ancestral sobre sus territorios” y garantizando su libre determinación.
Si por sus textos los conoceréis, aquí el ideólogo principal es Álvaro García Linera, exvicepresidente de Bolivia, definible como un marxista indianista, con incrustaciones del peruano José Carlos Mariátegui y del italiano Antonio Gramsci. Según sus escritos, ninguna Constitución ha sido de consenso, el socialismo implica un escenario de “guerra social total” y su objetivo pasa por liquidar el Estado-nación soberano.
En su libro Comunidad, socialismo y Estado plurinacional, presentado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en 2015, sintetizó lo anterior en la siguiente tesis: “en el Estado Plurinacional, los indígenas son la fuerza motriz (…) articulados con el movimiento social urbano vecinal, pequeño productor, núcleos obreros y otros pequeños de clase media”.
Según sus editores chilenos, el pensamiento de García Linera “desprograma las convenciones del marxismo y de la izquierda anquilosada”.
Runasur
Cabe advertir que la teoría linerista no se limita a Bolivia ni a los otros países de la región con demografía indígena mayoritaria. Lo que importa, son los Estados continentales pues, como apunta el autor, “solos somos insignificantes”.
Ello enmarcaría a la plurinacionalidad chilena en el proyecto de una América Latina Plurinacional, liderado por Evo Morales, bajo el logo Runasur. Esto es, el mismo proyecto que, en diciembre pasado, tuvo un “lanzamiento” frustrado en el Perú, con la convocatoria a líderes de pueblos originarios de al menos seis países andinos.
Ese evento fracasó por denuncia de intervencionismo extranjero de los más destacados excancilleres y vicecancilleres peruanos. A juicio de ellos, lo que se pretendía era “dejar de lado a los estados, su respectiva soberanía e independencia y, desde luego, los regímenes democráticos existentes”.
Incidentalmente, dicho proyecto plurinacional tenía un colofón nacionalista, percibido y denunciado por los expertos peruanos: una salida soberana al mar para Bolivia, por territorio autónomo aimara, que rompiera la contigüidad geográfica entre Chile y el Perú, garantizada por el tratado de paz y amistad de 1929.
Entrevistado por el diario La Tercera, García Linera dijo que aquello fue una lectura conspirativa. Agregó, en paralelo, que una salida soberana al mar para Bolivia seguía siendo “un derecho histórico irrenunciable”.
A ese respecto no hubo reacción pública del gobierno chileno ni de los refundadores en acción.
Epílogo
El 15 de febrero de 1819, instalando el Congreso de Angostura, Simón Bolívar asumió que en la América independizada todos éramos mestizos: “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles”.
Sobre esa base, admitió el dilema existencial que subyace en las actuales tesis de la plurinacionalidad: “nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores”.
Tras pasar revista a los sistemas políticos y constituciones comparadas, el Libertador llamó a los legisladores a actuar en la medida de lo posible: “Mi deseo es que todas las partes del Gobierno y Administración adquieran el grado de vigor que únicamente puede mantener el equilibrio (…) entre las diferentes fracciones de que se compone nuestra Sociedad”.
Reforzó ese llamado al pragmatismo apelando a “los gritos del género humano (…) contra los inconsiderados y ciegos Legisladores que han pensado que se pueden hacer impunemente ensayos de quiméricas instituciones”.
Luego, aludiendo a Venezuela, se manifestó “horrorizado de la divergencia que ha reinado” y exhortó a adoptar “el centralismo y la reunión de todos los Estados, en una república sola e indivisible”.
José Rodríguez Elizondo