Con la guerra que comenzó ese 7 de octubre pasado, nos sucedió lo que antes siempre logramos sortear: importar un conflicto y colocarlo en el corazón de nuestra política, complicando innecesariamente nuestros intereses de política exterior.
En general, desde la guerra de 1967, la izquierda chilena ha sido claramente antiisraelí. Ello no había afectado a la política exterior de Chile ante el Medio Oriente, que había sido de neutralidad o, más bien, de ecuanimidad según el caso. Por varias razones. La primera, que tenemos sendas colonias judías y árabes (principalmente de origen palestino) que en el siglo XX y hasta ahora han sido no solo parte integrante del país, sino que han contribuido enormemente a nuestro Chile. La segunda, que en este conflicto eterno hay razones y sinrazones en ambos lados. Se trata de una situación comparable a la que hace más de 100 años tuvimos ante la Primera Guerra Mundial. A estas alturas, ¿quién puede decir que tuvo la razón o fue el único culpable del estallido de 1914? No se trata de evadir un juicio moral, solo que en este caso no le correspondía efectuarlo al gobierno de Chile. En especial, sería muy imprudente que termináramos por añadirnos al show sudafricano sobre un “genocidio”, palabra que hoy por hoy, de tanto uso y abuso, mengua su significado (en verdad, sucede lo mismo con “perdón”, “memoria”, etc.). En tercer lugar, en la escena mundial somos pigmeos y poco ganaríamos —salvo para ciertas capillas estruendosas— con una ardiente toma de partido.
La relación de la izquierda chilena con Israel tiene también una primera fuente en la estrecha alianza establecida con EE.UU., que en casi 80 años solo ha crecido, lo que es un blanco para el llamado antiimperialismo, aquel proveniente de una identificación con proyectos revolucionarios o con esa vaguedad que en otra época se llamaba Tercer Mundo. La segunda fuente es la transformación secular del mundo judío, de ser una minoría perseguida o discriminada, a convertirse en un establishment, sobre todo en el mundo euroamericano, perdiendo su aura de fuente de la izquierda moderna (y de las consabidas versiones supersticiosas de constituir una conspiración judío-bolchevique). En cambio, a partir de 1948, Israel llegó a ser una democracia altamente desarrollada y una potencia nuclear. Y, salvo en circunstancias especiales, ha sido un aliado no oficial de la Alianza Atlántica.
Todo esto atrajo las iras no solo del nacionalismo árabe, lo que es comprensible, sino del tercermundismo y la izquierda radical, lo que, lo vemos ahora, incluso asoma cabeza en EE.UU. Es la fuerza silenciosa que anima a nuestra izquierda cultural y política de nuevo cuño —y de antigua data, como el PC— que han movido el eje de valoración, ahora muy crítico de Israel, me parece que injustamente, salvo en lo de la colonización en la Margen Occidental. Esto es innecesario y hasta dañino para los intereses del país. En los últimos días, el canciller ha insinuado una corrección a esta política. El norte ante el conflicto actual debería ser el rechazo a la agresión de exterminio del 7 de octubre; censurar la respuesta desproporcionada de Israel, y también a Hamas por emplear a su propia población —a la que nunca se ha preocupado de proteger— a modo de escudo humano, casi como deseando que se la sacrifique, haciendo difícil distinguir entre combatiente y no combatiente, base de la práctica humanitaria en los conflictos.
Lo mismo, mantener el principio regulador: si nació Israel, cuyas necesidades de seguridad deben ser atendidas, debe asimismo nacer Palestina como Estado soberano. No será la paz, pero sí su primera piedra. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois