¡Colorín, colorado, este relato se ha acabado!

¡Colorín, colorado, este relato se ha acabado!

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Desde la derecha mirábamos con envidia el relato de la izquierda. Ni los datos, ni la ciencia, ni la historia lo acompañaban, pero la épica sí. Sus ejes eran un sueño de un Chile más virtuoso, con muchos derechos, pocas exigencias, harta felicidad y más solidaridad. Era un sueño de un país mejor. Pensiones generosas, un Estado eficiente e incorruptible, gente joven con ideas puras que venía a reemplazar a los políticos mañosos. Educación gratuita, pública y de calidad. Mujeres libres y empoderadas, donde el “yo te creo, amiga”, reemplazaría el “algo habrá hecho la hue…na” y las viejas costumbres del bullying, el pelambre y el chaqueteo desaparecerían en el altar de la generosidad, la filantropía y la probidad. Chile sería el reino de lo público, una fantasía de personas buenas, libres de miserias, compartiendo espacios comunes financiados por los más ricos, los que a pesar de que los zurcieran a impuestos, insultos y regulaciones, seguirían generando riqueza para los demás con un entusiasmo tan encomiable como utópico. Todo esto mientras continuaríamos creciendo y produciendo a través de nuevos emprendimientos no extractivistas, que dejarían incólume el medio ambiente, de manera que el Puro Chile no fuera un verso en el himno, sino que un lema encarnado en el alma nacional. En definitiva, una versión 2.0 del realismo mágico latinoamericano, que tiene poco de nuevo y mucho de fracasado.

Ese relato empezó a desfigurarse con los retiros de las AFP, donde los chilenos repararon que su plata estaba ahorrada y que las AFP la cuidaban y multiplicaban, y que una cosa es que el Estado me pague una pensión adicional con plata de Moya y otra es que yo le pase mis ahorros a un político para financiar la pensión de Moya. Si no hubiera cambiado eso, el Gobierno podría haberse apropiado de los ahorros previsionales, y se la podría haber despilfarrado financiando el nirvana adolescente. A ese cambio de actitud lo siguió el rechazo de un texto constitucional que legalizaba el relato y que fue repudiado por jóvenes y viejos, pobres y ricos, mujeres y hombres, provincianos y citadinos e indígenas y mestizos, todos los cuales prefirieron ser iguales ante la ley, y seguir viviendo en un Chile imperfecto pero realista y democrático.

Pero la destrucción del relato continuó cuando el diálogo con que se iba a solucionar el problema de La Araucanía fue acribillado a balazos en la visita de Izkia a Temucuicui. Y como la izquierda no olvida, pero tampoco aprende, cuando se veía que los vientos a favor del “octubrismo” habían cambiado y las urnas habían sido elocuentes, el Presidente contradijo su “seremos unos perros contra los delincuentes” y en vez de morderlos, los indultó y benefició con pensiones vitalicias.

Todavía faltaba, sin embargo, destruir su credibilidad en materia de probidad y corrupción, —ya erosionada en algo con las autodonaciones de Giorgio— y para eso estaban las fundaciones, Democracia Viva, el caso lencería y la nunca bien ponderada Procultura, entre otras, que, dirigida por el amigo del Presidente, multiplicó por 10 los aportes fiscales y por 100 su despilfarro. Y ahora la guinda del postre es el caso Monsalve. Un resumidero de incompetencia, abuso y encubrimiento que develó un machismo cavernario a la par de un oportunismo electoral al interior de La Moneda y que desnudó la hipocresía del discurso feminista de “Las tesis”, los pañuelos verdes, el colectivo 8 M y de Irací, Camila, Maite, etc., cuyo silencio ha sido tan estridente como oprobioso.

Por otra parte, la nueva economía solidaria, tecnológica y llena de “encadenamientos productivos” continuó estancada y el único logro de Marcel será evitar la caída libre. Y el remate final fueron los comentarios clasistas de la ministra de la Mujer, que considera que los delitos de un ministro merecen más consideración que los de un portero. Ese fue el último clavo del ataúd del relato de la izquierda “octubrista” y heredera del foro de Sao Paulo, ni igualdad, ni probidad, ni feminismo, ni progreso, ni seguridad ni nada de nada. La pregunta es si los chilenos en la elección de este fin de semana querrán que se lo cuenten de nuevo. (El Mercurio)

Gerardo Varela