Si Chile quiere llegar al desarrollo, su primera tarea, o al menos una de las fundamentales, es erradicar la pobreza. La última encuesta Casen reveló que en el país cerca de 3,5 millones de personas viven bajo el nivel de la pobreza medida de forma multidimensional. Este nuevo concepto de pobreza es mucho más rico y nos muestra que ella no se reduce únicamente a un asunto de ingresos, sino también de acceso a bienes, servicios y oportunidades. Esta comprensión más compleja nos permite diseñar estrategias más efectivas y políticas públicas más focalizadas.
Recientemente, el Ministerio de Desarrollo Social elaboró un Mapa de la Vulnerabilidad, que permitió identificar y priorizar a 16 grupos vulnerables, entre ellos: personas en situación de calle, niños en residencias del Sename, personas con consumo problemático de alcohol y drogas, niños y jóvenes menores de 18 años que no asisten a la escuela, personas que viven en campamentos, presos sin acceso a programas de rehabilitación, personas pertenecientes a los pueblos indígenas y dentro del 40% más vulnerable, etc. Los problemas complejos requieren soluciones complejas. De ahí que el gobierno haya hecho un llamado a la academia, la sociedad civil y el sector privado para trabajar juntos de forma coordinada entregando soluciones colaborativas.
Pero esta iniciativa llamada Compromiso País no es solo una estrategia diferente para encarar la pobreza, sino una forma de construir sociedad que supone una comprensión distinta del rol del Estado y de la sociedad civil. La erradicación de la pobreza, el machismo y la violencia no se logra desde la burocracia estatal a través de leyes o incentivos, pues exige una transformación cultural. Sin duda, el Estado tiene una posición privilegiada para incentivar dichos cambios, pero su materialización depende en gran medida de la respuesta de la sociedad civil. De ahí el virtuosismo de esta alianza público-privada para lograr los cambios culturales necesarios que sobrepasan los esfuerzos que pueda realizar el Estado en el corto plazo. Pero el cambio cultural más importante que busca impulsar el gobierno no tiene relación con la pobreza, sino con la forma en que comprendemos nuestra relación con el país. El gobierno busca inculcar una ética de la responsabilidad, donde los problemas del país o de ciertos grupos de personas, como la violencia, el sexismo, la pobreza, etc., no son responsabilidad exclusiva del Estado, sino de todos nosotros. Asumir esa responsabilidad lleva a cambiar la forma en que entendemos nuestra relación con los otros y el Estado. Ello debiera repercutir en los trabajos de los académicos, en las políticas de las empresas y en el trato entre nosotros.
Creer que el Estado desatiende sus obligaciones al buscar la cooperación de los distintos actores de la sociedad, como lo hicieron ver algunos políticos de izquierda, revela una mirada reduccionista de los problemas sociales, pero, por sobre todo, una ética individualista, donde el dilema ético ante los problemas de los “otros” desaparecería al quedar la responsabilidad radicada en el Estado. Criticar esta iniciativa por las supuestas motivaciones frívolas de algunos empresarios, que estarían más preocupados de su vanidad que de ayudar, como lo expresó Benito Baranda, refleja la superioridad moral de algunos, que no es otra cosa que vanidad y arrogancia basadas en prejuicios. Juzgar las intenciones de las personas es, por muy buenas razones, pega de Dios. Nosotros mejor dediquémonos a evaluar los hechos y sus resultados. (La Tercera)
Sylvia Eyzaguirre