Por estas fechas, abundantes en tiempo, se nos suele hacer patente la enorme, inmensa parte de nuestras vidas que destinamos al trabajo. “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, reza el castigo divino tras el pecado original, y no por nada los ciudadanos del mundo —contra toda demografía— se oponen a subir la edad de jubilación.
Pero al mismo tiempo, la modernidad se ha fundado en buena medida sobre una valoración positiva del trabajo. Tanto liberales como marxistas han visto al trabajo como fuente del valor de las cosas, mientras que el ideal meritocrático, tan extendido en nuestros tiempos, considera que el éxito económico está bien justificado cuando proviene del trabajo. Decía Locke que el pan vale más que las bellotas, el vino más que el agua y el vestido más que las hojas y las pieles. Decía también que Dios hizo el mundo para los trabajadores, no para los revoltosos y pendencieros. El espíritu del capitalismo, lo llamaría después Max Weber.
Un estudio reciente de Ipsos indica que el 84% de los chilenos creen que su trabajo es interesante, bastante por encima del (ya alto) 70% que promedian los 28 países del estudio. Casi todos los encuestados, chilenos (93%) e internacionales (92%), afirman que el trabajo debiera ser importante en la vida de las personas (Ipsos 2020). En 2015, según la encuesta CEP, el 73% de los chilenos decían estar orgullosos del trabajo que hacen y no eran tantos (42%) quienes veían al trabajo como una mera forma de ganar dinero (CEP 2015). Es más, entonces el 44% de los encuestados afirmaban que les gustaría tener un trabajo remunerado aun cuando no necesitaran la plata. No son pocos y, de hecho, son bastantes más que los que yo pensaría que tienen un trabajo muy afortunado.
En 1880, el socialista franco-cubano Paul Lafargue (quien era además yerno de Marx) denunciaba que el amor al trabajo era una aberración mental fomentada por los curas, los economistas y los moralistas. Esa locura del amor al trabajo sería solo falsa conciencia, una imposición de las clases dominantes para mantener andando la máquina. En su “Defensa de la Pereza”, y con ecos que resuenan todavía, Lafargue defendía una jornada laboral de no más de tres horas.
¿Tendrá el masivo interés por el trabajo algo de engaño —un engaño funcional al capitalismo? ¿En qué medida será una estrategia de supervivencia para una actividad ante la cual la mayoría sencillamente no tiene alternativa? ¿O será que el yugo del trabajo puede también aportar verdadero sentido a la vida humana? Como sea, apostaría que no son pocos los que, alguna vez en vacaciones, han fantaseado con una vida con menos trabajo. (El Mercurio)
Loreto Cox