El próximo viernes 18 es el quinto aniversario del estallido social o delictual, como lo denominan desde distintas veredas. Ante la proximidad de las elecciones municipales, el Gobierno no lo conmemorará diciendo lo que le gustaría expresar, porque la seguridad se ha convertido en la prioridad una, dos y tres de todos los ciudadanos.
Pero no es necesario que lo haga, porque varias veces el Presidente Boric ha advertido que tienen que apoderarse del relato del 18-O para que no se recuerde como una explosión delictual, advirtiendo, además, que las demandas sociales siguen vigentes. Y una y otra vez vuelve al discurso del odio y divisorio que le es cómodo y que alimentó la revolución destructora hace cinco años. Como esta semana, al anunciar el reemplazo del CAE (Crédito con Aval del Estado), si bien recoge la idea del ex Presidente Piñera de sacar a los bancos, lo hace argumento que “no participarán (…) porque no habrá espacio para la especulación, el abuso, ni para lucrar”.
Después dice que cree en el sector privado y que debe liderar el lánguido crecimiento económico, pero está en su ADN la negación del mercado, heredado de Bachelet 2. Ella fue la primera Mandataria en justificar las reformas profundas al neoliberalismo con el discurso anti élite, anti abusos y denunciando la desigualdad intolerable que consagra el sistema neoliberal.
Es el discurso del “malestar ciudadano” que tomó del informe del PNUD y que le dio relato a su segundo gobierno, de la mano con Pedro Güell, quien fue el coordinador ejecutivo de ese informe de 1998 y asesor principal en su segunda administración. El ideólogo también participó activamente en el reciente informe del organismo cuyo tono denunciante de las élites sigue siendo el mismo, sosteniendo que se mantiene la rabia y las demandas expresadas en el estallido de 2019. Boric aprovechó la ocasión en que le entregaron el informe para rescatar el estallido y advertir que “se pierde de vista justamente ese malestar que llevó en un momento a parte importante de la sociedad chilena a apoyar las diferentes formas de manifestación que estaban habiendo, incluso las violentas”. Aprovechando esta reedición del relato del PNUD, el Presidente también enfrentó el caso Audio no como un hecho delictual, sino que como uno de la éilte “que cree que a los poderosos no se les puede tocar”.
El octubrismo no fue sino la cristalización del masivo apoyo a las manifestaciones, “incluso las violentas”, como justificó Boric, con toda la fuerza desestabilizadora que trajo consigo después. Cuando el ex Presidente Piñera tenía el combate al narcotráfico y al crimen organizado como primera prioridad de su agenda, la oposición de entonces buscaba instrumentalizar a su favor la violencia de las barras bravas y grupos marginalizados que se tomaron la plaza Baquedano y desataron un tsunami destructor en todo Chile. Celebraban los fuegos artificiales en las manifestaciones y callaban frente a los ataques a las comisarías de carabineros por parte de bandas de microtráfico o delictuales que llevaban años asolando zonas segregadas y se potenciaron, como plantea Iván Poduje en su libro Siete Kabezas.
No sólo legitimaron la violencia, sino que transformaron a quienes por ley deben contenerla en “represores” y “violadores de los DD.HH.”, lo que no pudo sino convertir los territorios marginalizados en reinos de delincuentes comunes que luego se sumaban a la aplaudida “Primera Línea”, homenajeada en el Congreso Nacional.
La izquierda jineteó el descontento masivo discursivamente (abusos, lucro, fin AFP), pero también a través de mesas sociales y movilizaciones masivas que fueron subiendo de tono hasta explotar. Ahí llegó su momento de exigir una nueva Constitución, como “única forma de detener la violencia”, pero ésta se camufló durante la pandemia y adquirió otra forma, de la mano de las bandas de migrantes ilegales que inundaron a Chile con la política de que todos eran bienvenidos.
Y ¿qué tenemos hoy? Se consolidó la situación de inseguridad y no hay un aspecto en que Chile esté en mejores condiciones que aquellas que supuestamente legitimaron la revuelta del 18 de octubre hace cinco años.
Con un Gobierno incapaz de hacer un plan de largo plazo (si existe lo desconocemos) y que se contenta con darle un chupete a un niño hambriento y asigna militares a actuar por presencia en el norte y la macrozona sur. En las fronteras el control biométrico no detiene el flujo ilegal y en el sur hay menos ataques, pero con mayor violencia.
¿Qué tenemos? Resignación. A ver mausoleos narcos en las calles y sus bullados funerales que clausuran los colegios por el peligro de sus armas disparadas con impunidad. Nos resignamos a encerrarnos cuando cae el sol porque en las poblaciones el control es de los narcos, no del Estado. Las autoridades sanitarias se resignaron a apostar guardias armados en los centros de salud, convertidos en objetivos para los pandilleros que exigen ser atendidos por sus heridas o que no le presten servicios a quienes les disputan el control territorial. Nos resignamos a ocho homicidios por fin de semana y saber de cadáveres mutilados o personas enterradas vivas, amén de portonazos y turbazos, por doquier.
La situación actual es la normal después de haber derrocado el estado de derecho y sin que se cambie el mismo discurso que alimentó la insurrección.
¿Qué falta? Nada, que la peste siga penetrando todo el tejido institucional. Que si de violencia se trata, los narcos y el crimen organizado todavía tienen harto más que enseñar. (El Líbero)
Pilar Molina